domingo, 23 de agosto de 2020

La época de las series: una explicación desde el psicoanálisis (Primera temporada)

 

1)    La época de las series

El clima de nuestra contemporaneidad es respirar series. Las series inundan las redes,  las reuniones con familiares y amigos en las cuales siempre hay conversaciones sobre las mismas, recomendaciones y discusiones que ellas suscitan. Al punto que nos arriesgamos a decir que nuestra época es la época de las series. Que nuestra época sea de las series trasciende la consideración de pensar que las mismas son un objeto de consumo que propone el capitalismo. ¡Claro que lo son! Pero que haya miles y millones de sujetos “consumiéndolas” nos lleva a considerar la satisfacción pulsional que las mismas acarrean ya que en su carácter adictivo se comportan al estilo del goce toxicómano. De lo cual se desprende una primera distinción con respecto al cine: mientras las series responden a la satisfacción pulsional el cine se vincula con el deseo.

 

Ahora bien, decir que nuestra época es de las series también implica plantear que nuestra época en sí misma toma la forma de la serie (Wajcman, 2019), nuestra época es serial. En nuestra segunda entrega de esta publicación vamos a presentar su vinculación con la denominada literatura folletín antecedente del género de lo serial, pero me gustaría introducir cómo lo serial estuvo muy presente en el discurso de los políticos, infectólogos, biólogos y comunicadores a partir de la pandemia mundial de coronavirus. Una y otra vez escuchamos decir el sintagma “es el día a día” y precisamente esto tiene que ver con lo serial: su aspecto fragmentario –otra relación más con lo pulsional, lo parcial– y además su diacronía que se presenta secuencial. Por lo que nuestra “realidad” se presenta de esa manera. El mundo se volvió serial. Ahora veamos algunas noticias del último tiempo para exponer algunas de estas ideas que venimos planteando.

 

2)    El mundo se ha vuelto serie

Hace unos meses atrás un periodista entrevistó de manera virtual a Charlie Brooker, el creador de la serie de ciencia ficción distópica de Black Mirror. En medio del clima mundial de pandemia –en donde se presentificó de manera inquietante la dependencia que en nuestras vidas asumen los gadgets tecnológicos– la pregunta al creador de esta serie fue si había pensado en hacer una nueva temporada de su ilustre ficción televisiva y la respuesta fue grandiosa. Charlie Brooker le dijo que no era necesario ya que el 2020 era una temporada más de Black Mirror. Las pantallas, las cámaras y los dispositivos tecnológicos desplegados de múltiples maneras para nuestra subsistencia se habían tornado una realidad inquietante, el producto televisivo de ficción sobraba ante tanta “realidad” inquietante.

 

En EE.UU, en medio del clima de pandemia por coronavirus, una multitudinaria marcha y protesta por diversos estados de ese país se desencadenaron a partir de la muerte de George Floyd por parte de la policía ocurrida el 25 de mayo de este año. Al punto que el presidente de ese país tuiteo en esa red social: “Law & Order” (Ley y orden) haciendo un llamado a esos significantes amos. Lo curioso y divertido fue que precisamente es el nombre de una famosa serie televisiva de ese país por lo que las respuestas que obtuvo a dicha publicación fue la contestación de miles de usuarios que le comentaron con el nombre de otras series televisivas. Este clima que repercutió de manera drástica para la presidencia de Donald Trump por el costo político que le generó además causó una crisis que se multiplicó por todos los Estados. Las protestas se multiplicaron como así también la crisis: crisis por el coronavirus, crisis económica, crisis a partir de las marchas y protestas. Un clima enardecido de crisis. Y este punto es trascendente ya que nuestra época que tiene la forma de las series se presenta precisamente atravesada por crisis permanentes. El antiguo ciclo temporal en el cual teníamos calma-crisis-calma fue sustituido por uno más vertiginoso con las características de crisis-crisis-crisis. Este es el mundo de hoy que nos toca vivir. Y una gran serie de este último tiempo que expone estas características es Dark, en donde vemos a dos adolescentes que quieren “arreglar” el mundo a partir de viajes en el tiempo pero cada vez le resulta más difícil porque ese mundo de calma y paz no lo encuentran en ninguna dimensión temporal.

 

Volviendo a EE.UU y el asesinato por parte de las fuerzas de seguridad, fue tal el revuelo a nivel mundial que una empresa como Mercedes Benz –famosa marca colaboradora del nazismo en su momento–, decidió cambiar el color clásico de sus autos de Fórmula 1, el plateado por el negro, en apoyo a la lucha contra el racismo en el mundo. Claro que cada país de Latinoamérica y del mundo tiene lamentablemente su historia de muertos por las fuerzas de seguridad. Pero en este sentido es en EE.UU donde se manifiestan los síntomas de la cultura de Occidente[1]. 

Ahora bien, nuestra realidad política nacional también se presenta bajo la forma-serie de la que venimos hablando. Recientemente el Presidente Alberto Fernández, pronunciaba en su discurso por el acto de la celebración oficial en el 204 aniversario de la Independencia Argentina: “Vine aquí a terminar con los odiadores seriales[2]”. Es decir, que a lo serial en este caso se le agrega la pasión del odio. De ahí que una nueva figura inunda las redes sociales, los denominados haters, que son aquellas personas que tras la comodidad de la conexión a un dispositivo tecnológico utilizan las redes para difamar, insultar y agraviar. El psicoanálisis lacaniano no está exento, de hecho cobardemente algunos psicoanalistas se esconden bajo lo rancio para difamar a otros colegas.

 

3)    De la forma-serie a la forma  mundo- serial

Pero volvamos a nuestro objeto que son las series. Me interesa la idea que plantea (Wajcman, 2019)[3] acerca de la forma-serie ya que la misma remite a la idea que no solamente nuestra época actual tiene forma de serie, las noticias políticas que venimos diciendo son un ejemplo de eso, sino que también son las series las que a su vez le dan forma a nuestra época. En este panorama es curioso el “estado” que presentan los héroes de esta época. Si pensamos en una actual serie de HBO sobre superhéroes que se denomina Doom Patrol, basado en un cómic de DC, vemos que estos superhéroes son seres que están en muy mal estado. Así están anunciados desde el comienzo mismo. Estos héroes en mal estado están atravesados por conflictos subjetivos de los cuales nunca se pudieron reponer. Y esa es una de las características que tienen las series de nuestro tiempo, que sus principales protagonistas están sumergidos de un sinfín de conflictos subjetivos y psíquicos: el protagonista de Dr. House es un ser irascible, de mal carácter, soberbio y con problemas de adicciones. Y es así que en este mundo se muestra un declive de los héroes. Es en ese contexto que las mujeres aparecen como figuras fundamentales en la resolución de conflictos, de reinos, de guerras, etc. Pero el precio que pagan estas figuras femeninas por tomar las riendas en estos problemas es al punto de ser retratadas como mujeres desquiciadas. Y abundan los ejemplos de series en este sentido. Veamos algunos: Game of thrones termina disputándose el reino en una guerra sangrienta entre el ejército de dos mujeres que están completamente desquiciadas (Daenerys montada a un dragón incendiando la ciudad que quiere tomar y, por otro lado, Cersei, una mujer que traspasó todos los límites). Si pensamos en una serie como Homeland también sucede que la protagonista principal, aquella que puede “descubrir” al “enemigo” también no goza de buena salud: porta el diagnóstico de bipolaridad, razón por la cual perderá su empleo en la CIA.

Es decir, que tanto lo masculino como lo femenino se muestran en crisis bajo el paradigma de un punto central de nuestra época: el declive de la era del padre que ha llegado a su fin. Dicho paradigma se expone de manera paroxística en Los Sopranos, personificando a un líder de la mafia italiana en new york quién acude desde el primer capítulo al consultorio de una analista ya que padece de ataques de pánico. Pero si pensamos en una serie de este momento nos va a permitir articular otras cuestiones. En la magistral Succession, se trata de un drama con tono de tragedia adaptado a los tiempos actuales en una privilegiada familia. En ella vemos a un empresario multimillonario dueño de grandes corporaciones de distintos rubros pero principalmente formadoras de opiniones como son los medios, el cual no quiere renunciar a ser la cabeza de su empresa a pesar de su estado de salud y envejecimiento. La serie actualmente consta de dos temporadas y aún no concluyó pero podemos aventurar que su final tendrá las características de la tragedia, es decir de un final catastrófico e irreparable, sin compensación justa y material por lo padecido[4]. (Steiner, 2012).

 

4)    ¿Que nos enseñan las series sobre el mundo de hoy?

Más allá de cualquier consideración futurológica que uno puede tentarse a pensar que las series nos revelarían, es interesante plantear que mediante estas ficciones televisivas podemos darle forma y comprensión al mundo de hoy. Pienso en una serie distópica como Years and years o incluso El cuento de la criada. Pero otra característica principal del mundo de hoy que también las series fueron planteando, como las recién mencionadas, es el tema de la segregación y el problema de los migrantes y refugiados. En Stateless (Desplazados), producida por Cate Blanch para Netflix, el problema de los migrantes y refugiados está en primer plano de una manera magistral ya que resalta esa diferencia cultural bajo el odio que produce ese rechazo a la forma de gozar del otro, lo cual está en la base de la segregación[5].

Es así que podemos plantearnos: ¿Qué significa esta escalada de racismo en el mundo diseminados en distintos grupos de ultra derecha y representados por líderes políticos que promueven una retórica xenofóbica y ultranacionalista?

Si pensamos en algunos líderes de la derecha en nuestro continente como ser Bolsonaro o Donald Trump, acaso ¿no representan un llamado al antiguo orden? Es decir su llamado ¿no es una nostalgia por la restauración del nombre del padre que se expresa por ese pedido de mano dura que estos líderes representarían? ¿Es posible restaurar un orden que ya se perdió?

Gabriel G. Artaza Saade

23/08/2020

 



[1] En este punto seguimos la primera clase del curso de Jacques Alain Miller: “El otro que no existe y sus comités de Ética”, denominada United Symptons

[2]https://www.telam.com.ar/notas/202007/487374-alberto-fernandez-dia-de-la-independencia.html

[3] Gerard Wacjman “Las series, el mundo, la crisis, las mujeres”. Ed. Unsam Edita, 2019.

[4] George Steiner: “La muerte de la tragedia”, Fondo de Cultura Económica, 2012, Madrid, España.

[5] Cabe recordar a Lacan quien en “Hablo a las paredes” afirmaba: “Dentro de poco tiempo, antes de cuatro o cinco años, vamos a estar sumergidos en problemas segregativos a los que estigmatizaremos con el término racismo. Todos estos problemas resultan del control de lo que sucede en el nivel de la reproducción de la vida en seres que, en razón de que hablan, se encuentran con todo tipo de problemas de conciencia.

viernes, 21 de agosto de 2020

El pianista (por Jorge Bafico)






Capítulo I: El piano

Un piano de cola deslumbra en el medio de la habitación. Las paredes blancas, luminosas, el piso de madera lustrado y el minimalismo del lugar se convierten en los instrumentos perfectos para acompañarlo. Todo está pronto para que él, el pianista, aparezca.

Encorvado, alocado e imprudente se acerca con un gesto amenazador, sin embargo se sienta, y los rasgos de su cara, antes desorbitados, parecen suavizarse y se acomodan en torno a los acordes.

Los dedos defectuosos parecen transformarse en una suerte de milagro y se funden a las teclas nacaradas hasta formar un único entramado.

La música que exhala el bello instrumento, en las manos del artista, parece detener el tiempo y deja a los oyentes extasiados.

El pianista se transporta y arremete, los acordes obedecen y se arrastran, se sacuden y saludan jubilosos, casi como con vida propia. El pianista los hace existir.

El interprete termina su espectáculo. Se para y saluda. La fineza de sus movimientos se eclipsa otra vez y la torpeza triunfa nuevamente.

David no es más el pianista, se convierte de nuevo en un hombre desmañado y sin ritmo. Subsumido en la música enredada que su mundo interior le ofrece.



Una historia

Hay historias en las cuales realidad y ficción convergen de tal manera que es difícil desentrañar a qué territorio pertenecen. Este es el caso de la vida de David Helfgott, una especie de Cenicienta moderna que plasmó en el celuloide una vida de película.

Nace en un ambiente de penurias, en Melbourne, en 1947. Segundo de cinco hermanos de una familia de judíos pobres emigrados de Polonia, sus primeros recuerdos están asociados a su objeto más duradero: el piano.

Sumamente introvertido y con muy pocos atributos para el relacionamiento social, encontró en este instrumento el único lazo de comunicación con los demás.

Su padre fue su primer maestro de música. Desde la primera nota que toqué en el piano, mi padre decía que cada nota era como un viaje, como un descubrimiento maravilloso”.

La fascinación por la música, así como la devoción fanática del padre en su aprendizaje, lo convirtieron en niño prodigio, vivía para el piano, incapaz de establecer vínculos con los otros.

La música estableció entre David y su progenitor una relación de amor y odio exacerbado que marcó inexorablemente su porvenir psíquico.

Ya en la adolescencia había recibido vanas propuestas de filántropos y universidades para profundizar sus conocimientos musicales. Sin embargo fueron rechazadas una y otra vez, no por David sino por su padre Peter.

El rechazo era sistemático y su motivo tenía que ver con la persecución. Peter aventuraba una catástrofe familiar. “Los otros no saben lo que tú necesitas, David, yo sí. Sólo quieren destrocar esta familia y no lo permitiré, sabes bien que no lo permitiré”.

Un padre debe necesariamente ignorar cosas, eso es importante para que el sujeto se construya psíquicamente. Esto no pasa con el padre de David, él sabe todo, conoce la clave para la felicidad de su hijo. “No se subordina a los magisterios, legisla, educa acerca de todo. Y ese empeño por legislar es el índice mismo de que la ley para él es letra muerta. No hay nada que él no sepa, que él ignore. Pretende mantenerse todo el tiempo en la verdad, cuando de la verdad, uno cae”.

Peter proyecta en su hijo su propia persecución: los que quieren ayudar a su hijo terminan cristalizándose en perseguidores. David se transmuta en el espejo de lo que su padre quiere para sí mismo, y en ese punto es que no estaría dispuesto a perderlo.

Hasta los quince años esto funcionó en relativa armonía, las ideas persecutorias del padre fueron acompañadas por David con pasividad: “Padre sabe lo que es bueno para mi”.

Diversos acontecimientos, que están conectados con otras personas que ejercieron cierta influencia en David, posibilitarán un cambio en la relación padre-hijo, a tal punto que tomará la decisión de aceptar una beca en el Royal College of Music de Londres.

Esta osadía tuvo como consecuencia inmediata una brutal paliza de su padre, pero abarcó otra mucho más terrible y dolorosa para él: el destierro familiar.

El precio que debe pagar David por su perfeccionamiento como pianista será el de la renuncia a su familia y todo lo que tenga que ver con ella.

La desobediencia equivale a su propia aniquilación como hijo y hermano; pierde, según mandato paterno avalado en la pasividad materna, toda filiación posible. A partir de este incidente David se transforma en un paria, a la deriva y sin historia.

A los diecinueve años, sin el aval familiar, pero con la ayuda económica de algunos amigos y profesores, parte a Londres con el afán de convertirse en un gran maestro de piano.

La vida le demostraría a David que los sueños no siempre se cumplen...



La dañada brumosidad



La resolución de David había cambiado su panorama radicalmente. La adolescencia lo encontraba desguarnecido y a miles de kilómetros de su casa, inmerso en una de las principales universidades del mundo, el Royal College of Music de Londres, con un único propósito: ser un maestro de música.

El flacuchento torpe, raro e inoperante socialmente, pudo, sin embargo, sortear los desafíos que los primeros años londinenses le presentaron.

Notorio por ser un australiano extravagante, con una forma de hablar a veces incomprensible, no dejaba de ser un personaje gracioso en el College Su extrañeza era vinculada con su genialidad como músico. A modo de ejemplo transcribo: “Un montón de correo en el suelo. Una mano lo revuelve, hay un pequeño paquete dirigido a David Helfgott. David lo mira con curiosidad, después ve que hay una mujer en las escaleras que lo mira boquiabierta. El la saluda y vuelve a su habitación. Está completamente desnudo”.

Salvó con buena nota los cinco primeros semestres académicos, figurando entre los mejores alumnos de su generación.

Se había demostrado a sí mismo que estaba destinado a ser un maestro de la música y quería llegar hasta el final. Sin embargo, también comenzó a ser consciente de que se acercaba peligrosamente al borde del abismo: “debería haber regresado a casa en ese momento de triunfo –murmuraba David cuando estaba malhumorado–. Sabía que el cuarto año sería un desastre, ¿pero qué podía hacer?

Tenía que obedecer las órdenes del College porque habían invertido todo ese dinero en mí e insistían en que me quedara. Querían que actuara en el Albert Hall. Así que me enfrentaba a ese dilema. Estaba atrapado en una trampa de acero. Pero no debería haber puesto el pie dentro. Debería haber seguido lo que me dictaba mi propia Íntuitive”.

Así pues, decidió quedarse para pasar el cuarto año de su formación y entró “en una época infernal, todo se volvió absolutamente brumoso y nebuloso, laminoso y nebuloso”.

El sueño de David comenzó a transmutarse irremediablemente en una pesadilla...



El tormento



Los meses que siguieron al principio de la brumosidad se han perdido en el olvido, con la excepción de un claro recuerdo, en su último año en Londres. David interpretó a fines de junio de 1969 el Concierto número tres de Rajmáninov en la Royal Academy of Music y, a decir de los presentes, la actuación fue “lamentable”.

David empezó a quejarse de una sordera insistente que le entorpecía poder ejecutar el piano que fue agudizándose con el correr de los días.

En la última actuación en este período, frente a un teatro colmado, el pianista quedó inmóvil y la rechifla del público fue escandalosa; David ni siquiera lo registró, ya que la sordera a esa altura era insoportable.

Poco después de este episodio David ingresó en el hospital Halliwick. Como sucedió con todas sus otras hospitalizaciones, guarda pocos recuerdos: “Necesitaba ayuda desesperadamente porque por aquel entonces ya llevaba demasiado tiempo sintiendo dolor. Había arrastrado ese dommage conmigo casi desde los catorce años, y cuando fui a Londres ya había algo que no acababa de funcionar bien –explicó David–. Y le rogué al doctor Lupin, que me internara porque era muy doloroso.”

La dommage apareció a los catorce años, pero fue a partir de los dieciocho cuando el dolor se hizo constante. La expresión la toma del francés que significa pena y daño, pero adquiere una consistencia especial relacionada con el damage inglés. David encuentra en esta aleación idiomática una forma de describir ese estado innombrable que lo envuelve.

“Es un dolor, una especie de dolor en les yeux. Yo lo notaba. Sin saber cómo, parece que el daño se metió entonces en mis yeux –decía tocándose ligeramente la comisura externa del párpado izquierdo con la mano izquierda–. Eso era lo gracioso. Cuando lo notaba, estaba en realidad bastante relajado, aparte de que no podía oír el piano.

–¿Por qué no podías oír el piano?

–Porque me dolía, por eso. Todo se focalizaba en el dolor –dijo David mientras se tocaba el ojo–. Era una especie de dommage. Había un puntito aquí. No estaba exactamente en les yeux. Estaba justo en la comisura, justo en este trocito de aquí. Pasaba sin más”.



El ocaso



A medida que el año académico llegaba a su fin, el dinero y su capacidad de discernimiento también se agotaban. En sus últimos días en tierras europeas escribe:

“Cuando decía que no estaba bien, evidentemente me refería al problema psíquico, es algo terrible, sabe, y yo no tengo la culpa. De todos modos, mis oportunidades en los principales concursos musicales se han visto afectadas por esta enfermedad; qué cosa tan terrible... tendré que conseguir un empleo como todo el mundo (a excepción de los ricos); o al menos intentarlo y considerar la música como una afición durante un tiempo.

Siempre lo he hecho lo mejor que he podido: pero cuando estás enfermo, lo mejor no hasta para mantener al altísimo nivel que se exige hoy en día... Tal vez tenga que abandonar pronto el College...”

Cuatro días después, David envió una desesperada petición al profesor Callaway: “Le escribo para saber si puedo volver a Australia en cuanto me sea posible. No puedo seguir viviendo aquí...”

Una angustia insoportable lo envolvió por otros cuatro días, y el 13 de julio le envió un último telegrama a Callaway: “Quiero volver ahora a casa, por favor. David Helfgott.”

A finales de la segunda semana de agosto, tenía un billete de vuelta a casa, reservado y pagado.

“David iba arriba y abajo en su pequeña habitación en el Robert Mayer Hall, tropezaba constantemente y tartamudeaba mientras lanzaba unos cuantos calcetines en la maleta, después un par de partituras, un libro, un bolígrafo, eso fue exclusivamente lo que se llevó en su maleta, dejando todas sus pertenencias. David salió corriendo a la calle, entró rápidamente en el vehículo y pidió al conductor que lo llevara directamente al aeropuerto.”

La posibilidad de ser un maestro de música sucumbió con su partida. Su delgada figura empezó a ser un penoso recuerdo hasta desaparecer en el College.

Su beca, así como su futuro, fueron truncados por una bruma dolorosa diagnosticada como esquizofrenia. La bruma lo alejó del mundo y lo acercó a otro, el de la perplejidad, por doce disonantes años.



El retorno del hijo escaso



Cuando llegó a su Australia protectora, sólo encontró más tormento y desolación. Su familia lo rechazó, imposibilitándole vivir nuevamente con ellos. Ya no pertenecía a los Helgott, como había elegido ser un paria, ése sería su destino: un exiliado en su propia familia y en su país.

Sus amigos más cercanos intentaron ayudarlo, pero el estado psíquico de David era alarmante, así que poco a poco se fueron alejando.

¿Qué le pasaba a David?

Su desencadenamiento se había convertido en un verdadero estallido de una experiencia inexpresable que escapaba a todo intento de comprensión. No existiendo palabras que pudieran ordenar esa vivencia desgarradora, David solamente existe a merced de un goce ilimitado15.

Fragmentos vacíos de recuerdos, quizás sean lo único que permanece luego de una devastación psíquica de esta naturaleza: una memoria inconexa e inservible como para adecuarse a una historia que obedezca a un camino temporal. David ya no tenía qué dar, pues había cortado el lazo con el mundo.

Nada queda de esos doce años tormentosos, apenas una sombra de locura traducida en dolores lacerantes en su cuerpo, como la dommage y la sordera que condensan así, a modo de neologismos certificadores, la experiencia del sufrimiento corporal asociado a algún trazo que lo nombre, que lo haga consistir.



Una perplejidad



Lacan señala muy pertinentemente que la aparición clínica de la psicosis se trata de una eclosión desencadenada por alguna pregunta para la que el sujeto no puede discernir respuesta alguna.

El desencadenamiento de la psicosis de David se produce cuatro años después de la partida de la casa paterna y tiene que ver con acontecimientos que, si bien están relacionados con lo paterno, no están en referencia directa con el padre de David en la realidad.

La eclosión de su psicosis toma consistencia de perplejidad en la medida en que se revela incapaz de dar una significación a lo que le pasa, y la experiencia es vivida por él por fuera de toda posibilidad de comunicarla.

Algunos autores como Maleval y Grivois plantean que este tiempo sería el más cargado de angustia de todas las expresiones clínicas de la psicosis, y consiste en “permanecer en un estado central altamente inestable en cuyo seno se comprueba que la perplejidad se asocia con perturbaciones del lenguaje, de la relación y de la emotividad”.

David queda atrapado en un tiempo de una perplejidad angustiada, constatando que el orden del mundo está trastornado.

Sin familia, sin amigos y sin cuidados, las posibilidades de una “mejoría” son demasiado lejanas.

Luego del regreso a Australia, aislado en un asilo psiquiátrico, David ya no es capaz de formular una sola frase coherente. Intenta detener el descalabro de su discurso buscando compensar lo que le falta por el lado del razonamiento, sin embargo éste aparece sin conexión.

Sin conseguir aliviar su dolor más allá de las respuestas que obtiene, interroga a propósito de todo con el fin de encontrar un rumbo a lo que le pasa: “¡Ya es de día! Nos aseguraremos de que hoy desayunes, David. M frute. Necesitas salir y hacer ejercicio.

–Deja que entre aire fresco en tus pulmones, David.

–David (farfullando): Ejercicio, ¡sí, Jim! Sólo sobreviven los que están en forma. ¿No es eso? ¿Hago eso, verdad? ¿Es así, no? Porque los débiles caen aplastados como insectos, como saltamontes.”

En este tiempo de perplejidad, una de las pocas formas de apaciguamiento a la que David pudo recurrir es la “alegría necia”. Esto es algo muy frecuente en algunas esquizofrenias en que se comprueba una aniquilación de toda seriedad. La comicidad demuestra ser insuficiente y la causa estar absolutamente ausente.

La “alegría necia” no debe confundirse con el humor en el cual se integra al otro. en esta forma de estabilización se va contra el otro, intentando hacer que no exista.

La interrogación irónica y redundante es la única forma que le permite cierto intercambio social, si bien no persigue ningún objetivo real, ya que se ahoga en preguntas.

Esta manifestación, caracterizada por una disposición burlona insistente, es una de las características más visibles de David: “Helfgott, ‘con la ayuda de Dios’. Eso es lo que significa, Silvia. ¿Por qué? Veréis, el padre de papá era religioso, muy religioso, muy estricto y un poco mezquino. Pero lo exterminaron, ¿verdad? Así que Dios no lo ayudó. Ja, ja, ja. No es divertido, ¿verdad, Silvia? Ja, ja. ja. Es muy triste, realmente triste. Soy cruel, ¿verdad? Soy mezquino porque no tengo alma ¿no es cierto? ¿Verdad que no tengo alma? Ja, ja, ja”.

Entre los pocos recuerdos que conserva David de esa época, la única y terrible condición que puso la institución psiquiátrica para aceptarlo como paciente era: nunca podría volver a tocar el piano.

El sueño del pianista definitivamente se desvanecía...



Capítulo II: La mujer

La otra cara del amor: la construcción del mito, el yo ortopédico



En 1983, año que conoce a David, Gillian se siente “como si ya hubiera tenido una vida plena y llena de emociones. Me casé a los veintidós años y pasé los veintidós años siguientes haciendo de esposa y madre trabajadora. Cuando mis hijos acabaron sus estudios, decidí que necesitaba unas largas vacaciones y me dispuse a emprender un viaje en solitario por el mundo. Visité India, Francia, Portugal y cumplí mi anhelado sueño de ir a Rusia. Me encantó aquella sensación nueva de independencia y un año después me divorcié de mi marido.

A los treinta y ocho años, sentí de repente la necesidad de recuperar todo lo que me había perdido durante la adolescencia. Pero paradójicamente, no me duró mucho puesto que entablé una relación con un hombre mayor que yo y durante los diez años siguientes llevé una vida placentera...”

El libro Locos de amor escrito por Gillian procura dar cuenta de la intensa relación entre los dos personajes y no deja de ser un intento de reordenar algo de difícil elucidación: la locura de su marido.

El texto compone una suerte de mito, considerado éste como una cosa inventada por alguien para que circule como verdad, sin que eso implique necesariamente que lo sea.

Esta definición parecería ser la que más se acerca a la relación de Gillian con David: hacer un personaje, crearlo, dotar de otra consistencia la errancia de este hombre que hasta ese momento estaba a la deriva.

Ella irá articulando diferentes sucesos biográficos, entramándolos, en el sentido de una textura que pueda encerrar una explicación lógica a sus problemas. Esto no necesariamente tiene que ver con la realidad, pero sin embargo le sirve a esta mujer para encontrar un sentido a lo que le pasa a su marido, y lo más importante es que va a tener efectos en él: el de poder producir lazo y anudarse de otra manera.

En la narración por ejemplo, intenta dar un sentido a su dommage, a su dolor: “la mente de David ya no era capaz, de limitar su dolor emocional a la comisura del párpado, y empezó a extenderse, desplazándose de forma insidiosa hacia el corazón, y aposentándose finalmente en su alma.”

Gillian, pretendiendo dar un sentido a la dommage de David, elabora una explicación a partir de una sucesión de hechos que dan cierta lógica y tendrán efectos en él, como intento de normalización.

La dommage avanza, según la autora, hasta el corazón, dolor por tanto amoroso, producto de lo que sufría por el tormento con relación al padre. Esta explicación intenta dar una consistencia, que no necesariamente tiene que ver con David, pero que apacigua su tormento hipocondríaco.

No es por azar que David deja en este tiempo de sentir dolor. Su dommage desaparece para siempre.

¿Por qué la música, en tanto lazo con el otro, no alcanza a sostener a David hasta conocer a Gillian? Quizás porque esta mujer le brinda un enlace que le permite ubicarse de otra manera. ¿Cómo lo hace? Hace de su vida una misión: sanar a David.

¿Cómo? Lo interpreta, le devuelve una historia, no la de David sino la que ella escucha de él. Lo construye, fabrica un personaje que de alguna manera él introyecta. Es en esto que la cuestión del mito adquiere fuerza, como en el orden de una construcción que permita otra verdad.

David se presenta, hasta ese encuentro, como un sujeto cuyas identificaciones imaginarias no asientan una unidad por no tener un rasgo singular que fije su identidad más allá de las imágenes.

Es a partir de este encuentro y de lo que esta relación consigue, que se puede cimentar una especie de yo ortopédico.

La desaparición de la dommage y de la bruma habilita el comienzo de una nueva etapa en la que se propician unas transformaciones radicales en las conductas de David.



Las preguntas: ¿qué significa? ¿En qué sentido?



Es interesante apreciaren la biografía de David cómo se toma un comentario sin importancia, y como éste, va a adquirir una predominancia fundamental y se va a resignificar varios años después. Esto ocurrió durante un discurso del director del Royal College, el profesor Keith Falkner, y que fue pronunciado en el tercer año de estudio de David en Londres, año del desencadenamiento de su psicosis: “Una frase en especial de su discurso se quedaría grabada para siempre en la memoria de David, [dice Gillian], la frase era sencilla: ¿De qué se trata?, preguntó sir Keith a sus alumnos. En aquel momento, David conocía el contexto en el cual se había formulado la pregunta, pero por lo visto ignoraba la respuesta. Unos veinte años después, cuando David ya casi había olvidado el contexto, sir Keith le revelaría inesperadamente la sencilla respuesta, y David se quedaría maravillado ante el extraño rumbo que su vida había tenido que tomar para escucharla.”

Veinte años después, cuando las vidas de David y Keith Falkner se crucen de nuevo, la recepción dada a la pregunta será diferente: “Conocía el profundo respeto que David sentía por sir Keith y observé que era un momento emocionante para ambos, mientras recordaban anécdotas compartidas y hablaban de numerosos amigos comunes. Durante el almuerzo, sir Keith nos preguntó si veníamos de Londres y cuando le dije que, en realidad, veníamos de cerca de Gales, se sorprendió. –¿Quieres decir que habéis cruzado Inglaterra para comer con nosotros?–, se asombró.

Sinceramente, hubiésemos cruzado toda Europa para disfrutar de su compañía. Sir Keith se mostró muy interesado por el progreso de la carrera de David y se alegraba de que, una vez más, se estuviera introduciendo en el mundo de los conciertos. Preguntó por el repertorio de David y después le pidió que tocara.

Hubiera sido imposible frenar a David y enseguida se acercó al piano de cola.

Tocó dos obras de Liszt y las tarareó al mismo tiempo. Cuando intenté indicarle que debía permanecer callado, sir Keith comentó que David podía cantar tanto como quisiese, cosa que complació a David sobremanera. Al fin y al cabo, quien se lo había dicho era el cantante más delicioso de toda Inglaterra. Al final, él se puso en pie y, con los brazos abiertos, se acercó a David y exclamó: ‘¡Oh, David, esto es de lo que se trata la música!’

La cara de David se iluminó con una sonrisa radiante y lo abrazó.

Mientras nos alejábamos, exclamó repetidamente: ¡Cuántos años han tenido que pasar! ¡Cuántos años han tenido que pasar! Como no entendía qué pasaba, finalmente le pregunté a qué se refería.

A lo que nos preguntaba a todos en el College, claro, me contestó David. ¿De qué se trata? Y he tenido que esperar veinte años para saber la respuesta. Todo este tiempo.”

Respuesta enigmática para un mensaje misterioso, sir Keith no da contestación alguna, pero eso no quiere decir que en este tiempo no constituya una respuesta al enigma que se le planteó a David veinte años atrás. Ahora atesora la solución, opera allí, ya no desde la perplejidad, sino desde la certeza.

Esta certeza va a asociarse con un delirio que comienza a tener otras características que el de los años anteriores a conocer a Gillian, que ya no tiene que ver con una perplejidad, sino con empezar a encontrar un sentido a lo que le pasa.

Una nueva realidad se presenta, en la cual su esposa es parte medular. El tiempo que se constituye radica en aceptar su locura de otra forma, porque tiene la certeza que alcanza un saber esencial.

Este tiempo del delirio está marcado por la aparición de una megalomanía que opera en una neorrealidad que ha conseguido construir, permitiéndole no tener las preocupaciones de otros tiempos.

David empieza a abrigar la certeza de que gracias a esa experiencia accede a un saber esencial, produciéndose así una estabilización del delirio

Un tiempo extenso –veinte años– para que el enigma se trasmute en certeza y en un apaciguamiento con relación a eso que lo invadía sin explicación.



Delirios cicatriciales: permiso para gozar



Esta nueva forma de funcionamiento tiene en este tiempo una cualidad: el delirio se convierte en “cicatricial”. Magnan y Sérieux observan que en dicha fase “la fragmentación, las denuncias y las recriminaciones cesan”, y se abre un tiempo en el que “la imagen de la cicatriz” no carece de cierta pertinencia.

Quien más ha trabajado estas cuestiones, Jean Claude Maleval, propone que cuando se atraviesa por una experiencia delirante durante mucho tiempo se observa cierta movilidad en el delirio y muchas veces se termina convirtiendo en autoterapéutico, y es en este punto que podemos hablar de cicatricial. Cicatriza la herida logrando por tanto aplacar lo insoportable de otra manera.

Maleval homologa la cuestión de la cicatrización con la parafrenia, tomando este último concepto no en sentido psiquiátrico, sino cuando la consumación del trabajo autoterapéutico se encuentra efectivamente logrado.

David en esta etapa ha podido llegar a identificar eso que lo asaltaba pero de modo diferente al del paranoico que se rebela contra el perseguidor. Ha logrado, a modo parafrénico, acomodarse a eso que lo invade, complementándose. La locura de David no está inscripta dentro de un perseguidor, sino que va a tomar nuevas significaciones, adecuadas para restablecer el orden del mundo.

Estas nuevas palabras reparadoras se manifiestan en diferentes neologismos que tienen la función de aplacar su tormento y de dar nuevas claves para su nuevo orden del mundo:

“Cuando empecé a examinar los cuadernos de música de David para recomponerlos, me di cuenta que había escrito pequeños fragmentos musicales en algunas páginas. Le pregunté de qué se trataba y me dijo que aquello eran sus composedlies. David me dijo que cuando la bruma empezó a desaparecer, volvía a oír música en su interior y fue entonces cuando volvió a componer. A menudo estaba tocando el piano y se ponía en pie de un salto, tomaba un lápiz, y escribía rápidamente un acorde o una frase en cualquier trozo de papel que tuviera a mano. Algunas veces se levantaba por la noche, anotaba la composedly y regresaba a la cama. De hecho, lo hacía en cualquier lugar, en cualquier situación. En algunas ocasiones salía precipitadamente de la piscina, mojaba el papel y corría la tinta con las manos mojadas a medida que iba escribiendo. Al parecer, era esencial para David anotar su composedly en el preciso instante en que la oía, antes de que se perdiera por el laberinto de sus pensamientos.”

Como la conciencia de David sobre el mundo aumentaba y la bruma ya no constituía un problema, empezó a intentar centrarse y organizar sus pensamientos.

“Además de sus pequeñas afirmaciones sobre la conciencia, la gratitud y el pensamiento positivo, comentó a exigirse concentración. Concéntrate, concéntrate, tengo que concentrarme, no tengo que irme por las ramas, se repetía cientos de veces al día, y en la actualidad todavía sigue haciéndolo”.

Una de las formas que encontró para organizar sus pensamientos y ganar en concentración fueron las imagos, tal era el nombre que él le daba a imágenes, fotografías o dibujos, que llevaba consigo todo el tiempo. Cuando notaba que sus pensamientos se desordenaban, miraba fijamente una imago y se concentraba en ella hasta que su mente se encaminaba.

“Cada imago le duraba muchísimo tiempo, y al final acababa sucia y destrozada, hasta que David la perdía y la sustituía por otra nueva. Nadie le sugirió que utilizara aquellas fotografías; él simplemente decidió que era la forma de ejercitar la mente y, al hacerlo, se animaba también a entrenar su cuerpo.

Todo lo que ahora necesitaba era un entorno relajado y una completa libertad de movimiento.”

La dommage, la sordera y la bruma dejan paso a nuevos significantes reparadores como la composedly y las imagos, que aparecen en este tiempo de viraje, no como neologismos clásicos sino como neo-formaciones lingüísticas, en las que se observa operar al mecanismo de condensación bajo la forma de una fusión de letras que algunos llaman glosolalias37.



La respuesta dinámica: de la perplejidad al tráfico



“Finalmente comprendí [nos dice Gillian] que David necesitaba un lugar donde pudiera correr en libertad sin que molestara a otras personas. Yo sabía entonces que, cualquiera que fuera el lugar donde nos estableciéramos tendría que satisfacer aquellas nuevas exigencias de su proceso curativo.”

Alrededor del mes de julio de 1991, David y Gillian construyeron su primera casa. Fue diseñada para responder a las necesidades de David. “La sala principal tiene cabida para más de setenta personas y cuenta con una pequeña tarima donde se ubica el piano de cola. Los ventanales, que van desde el suelo hasta el techo, tienen vistas a las montañas por todos los lados. Hemos instalado una ducha exterior con cañerías de tungsteno especialmente para David, para que pueda ducharse tantas veces como desee sin inundar la casa.

La casa se construyó al borde de un río. El motivo de la elección tenía que ver con que David pudiera nadar libremente a cualquier hora del día. “Afortunadamente, había poca circulación en esa parte ancha del río, y por eso pensé que era un lugar seguro para que él nadara, aunque fuera la única persona que se atreviera. David tuvo que aprender a esquivar las barcas de remos y los barcos de vela. Siempre nadaba con las gafas, sin sumergir la cabeza y atento al tráfico que tanto le gustaba desde que hicimos el viaje a Europa.”



Instalación definitiva de la parafrenia: todo está calculado



Algunos temas se convirtieron en el principal desvelo de David en esta “recuperación”. El tráfico, cuando no estaba al piano, se convirtió en su entretenimiento favorito y pasó a ser su tema de conversación predilecto. Hablaba de ello con quien fuese: “Se acercaba a personas desconocidas y les soltaba monólogos acerca del trafico como quien comenta el tiempo. Evidentemente para mucha gente este parloteo era un disparate, incluso entre quienes ya le conocían de años, y durante mucho tiempo se consideró una de las muchas excentricidades de David. Con los años, seguía hablando de trafico aunque de una manera más coherente en general...”

Para él, el tráfico no sólo se refería a la circulación de automóviles. Todo era tránsito: personas deambulando, aviones en las pistas, barcos y transbordadores, pájaros volando; todo eso, según él, era tráfico si lo podía observar desde un sitio seguro y sin tomar parte en el movimiento:

“Cuando circulábamos por las autopistas europeas, David solía sentarse en un rincón del coche, y observar el movimiento exterior. Al cabo de un tiempo se percató de que esto le ayudaba a concentrarse. Parecía como si la regularidad de la velocidad y la dinámica del tráfico exterior tuviese un efecto hipnótico y le permitiese solucionar el trafico de sus rápidos y caóticos pensamientos.”

El tráfico permite a David instalarse, poco a poco, en este tiempo de consentimiento. En éste, el sujeto suministra pruebas de una eliminación exitosa del goce escandaloso, erradicándolo tanto del cuerpo como de la realidad. En virtud de dicho fenómeno, David empieza a estar en condiciones de adaptarse a lo cotidiano.

Gillian escribe que el tema del tráfico y el control absorbió totalmente a su marido: “cuando íbamos en el coche por la autopista, David me decía: mira, el tráfico sigue un patrón, todo ha sido planeado, todo tiene sentido. Decía lo mismo de una bandada de pájaros que

volando. Señalaba a un ternero mamando de su madre y preguntaba: ¿Están informatizados, querida?, y cuando yo me echaba a reír y le decía: Menudo disparate, meneaba la cabeza y afirmaba convencido: Yo creo que están informatizados; informatizados y controlados. Todos lo estamos, todo lo está.

Para cualquier pequeño problema o contratiempo, para las desgracias o inquietudes desconcertantes, David siempre parecía tener la respuesta: No te preocupes, está todo dispuesto. Todo irá bien.”

La autora del libro plantea que: “al cabo de un par de años de instalados en la nueva casa, el nuevo entorno de David empezó a manifestar un poder curativo milagroso que nunca hubiera imaginado. La mente y el alma de David se vieron inundadas por una paz verdadera. Por primera vez desde que lo conocí [escribe] pasaba horas dedicado a la contemplación más silenciosa. Al amanecer y al atardecer, sus momentos preferidos del día, solía andar hasta la línea que demarcaba nuestra finca y quedarse allí muy quieto, en comunión con la naturaleza.

–¿En qué piensas cuando estás ahí mirando las montañas? –le pregunté en una ocasión.

–Pues tengo una sensación de injertad, una sensación maravillosa, una sensación de creatividad –suspiró–. Pienso en la espléndida música que algún día compondré aquí, cuando me afirme. Sí, voy a tocar en un piano estupendo, y voy a ser mucho más cariñoso, mucho más atento y mucho más distinto, y voy a ser mucho más consciente. Voy a tener una percepción del mundo, es la única curación. Y también tengo que aceptar, tengo que aceptar la ayuda, y debo tener mucho descaro y mucho valor... Ser totalmente distinto, totalmente distinto, ¿me entiendes?”45

David ya no tiene la intranquilidad de antes. Se encuentra en plena unión con una neo-realidad que ha conseguido construir. Tiene la certeza de que gracias a esta experiencia consigue un saber fundamental y pacificador, encontrándose en una total simbiosis.

David adquiere la convicción de que las cosas han sido “planeadas”, “dispuestas” e “informatizadas”, y el “tráfico” es la respuesta.

Gillian, en ese intento de dar un sentido a la locura de su marido, lo interpreta dándole una consistencia existencial que adquiere un significado para él: “Como cada vez hablaba más de su ordenador y de la forma en que controlaba todo el mundo, empecé a darme cuenta de que esa creencia de David no era tan excéntrica como parecía a simple vista. Si miles de millones de personas eran capaces de creer que todo en la vida tenía una razón de ser y un sentido gracias a una entidad a la que llamaban Dios, entonces ¿por qué extrañarse de que David pensara que el mundo estaba regido por un orden y un patrón creados por algo que él denominaba ordenador?

Nota por nota a modo de una obra musical, el delirio de David toma sentido en el discurso de su esposa. El delirio de David se correlaciona y hace lazo. La traducción y ordenamiento de su locura por parte de Gillian construye un mito que cree y toma como suyo.

Gillian se esfuerza por explicar la locura de David: “Cuando nos encontramos junto a una carretera y observamos la circulación [explica], generalmente no tenemos ni la más remota idea de dónde proceden o adónde van los coches, pero los pasajeros de cada coche sí lo saben. Han dejado algún lugar con un destino en mente y sólo porque su viaje carece de significado para el observador, eso no implica necesariamente que no lo tenga.

¡Sí! ¡Sí! –exclamó David cuando le expuse esta teoría–. ¡La vida es así! Todo ocurre y nosotros no sabemos por qué, pero todo sigue un plan. El ordenador se ocupa de todo y todos estamos aquí gracias a un plan. Cuando sigues ese plan, ahuyentas todos los temores y encuentras un ritmo, una razón y un motivo. Porque, quiero decir, ¿de qué otra forma puede uno seguir vivo? Y aun así todo el mundo parece estar o esta. en una situación muy frágil, y sólo somos cuerpo y sangre, y ésa es la razón por la que, supongo, todos deberíamos estar agradecidos.”47

El delirio de David se retroalimenta y adquiere permanencia con las explicaciones de su mujer. La credibilidad de esto poco importa a David, preocupado por el mantenimiento de su identidad excepcional.

Este tipo de manifestación psicótica de acceso al conocimiento superior indica, muchas veces, ser inherente al desarrollo de temas megalomaníacos y del surgimiento de construcciones más o menos fantásticas.

Maleval plantea que, a menudo, este saber le ha sido librado por una omnipotente figura paterna de quien se sabe portavoz, incluso su encamación.

Después de uno de los tantos conciertos que tocó David, éste le dijo a su esposa: “Sabes, querida, padre está orgulloso. Yo sabía que estaba entre el público, y dice que estaba escuchando y que se alegra por mí y se siente orgulloso de mí. Y me ha gustado mucho. Me lo he pasado fenomenal.

No le pude responder. Las lágrimas me rodaron por las mejillas. Me acercó hacia él, puso su cara contra la mía, y continuó diciéndome, casi en un susurro: Ves, de alguna manera, padre sabe todo lo que pasa. Sabe cómo estoy y está satisfecho. De alguna forma, de una forma sutil, casi misteriosa, en espíritu, deforma residual, él estaba en el concierto. La vida tiene todos estos extremos, pero creo que debería estar agradecido y no debía haberme preocupado nunca, porque todo estaba perfectamente planeado.”

El padre, en este tiempo, a partir de la neo-realidad que David elabora, puede asumir un estatuto diferente. Es el padre el que sabe todo y que controla en armonía.

El acceso a esta forma del delirio permite al padre y al piano convivir otra vez, pero de una manera distinta: en una comunión que le posibilita a David ser “El pianista”, un ser excepcional, portador de un saber absoluto que ahora puede compartir con los demás.

¿Cómo se opera esta corrección en David?

Indudablemente por el oficio de su arte, la música, pero en la medida que lo reordena su mujer en cuanto mito. Esto tiene para él una aplicación, un rol específico: estar en el mundo de acuerdo a un orden esencial. Esa es la función reparadora del yo. El mito le sirve de cobertura a la crisis.El mito que hace Gillian del pianista tiene, para David, la función de corrección de la exacerbación de su locura, se erige en el artífice de un universo planeado y musical, y en plena cohesión con un orden establecido que rige su destino y el de los demás.

David ya no es más David sino “El pianista”, que interpreta en su piano los acordes, ahora sí armoniosos, que su locura le marca.




Jorge Bafico






sábado, 15 de agosto de 2020

EL ASCO ES UN MONTAJE DE LA PULSIÓN


El día 13 de agosto de este año, mientras nos encontramos en la llamada fase 1 de aislamiento social y obligatorio, una mujer quiso pasar los controles policiales sin un justificativo necesario para ello. La consecuencia fue la negativa por parte de la policía, a partir de lo cual la mujer, que además había dado a entender que tenía síntomas compatibles con COVID-19, escupió a los policías, lo cual generó un gran revuelo. Esto sucedió en Río Grande, Tierra del Fuego. Algunos medios locales, describieron al episodio como “un hecho indignante y repulsivo, una situación asquerosa e irresponsable”. Es interesante cómo a un “delito de atentado y resistencia a la autoridad”, se le adhiere lo repulsivo y asqueroso. Por supuesto que esto habla, una vez más, de los efectos subjetivos de la pandemia, a los que todavía se hace oídos sordos.

Ahora bien, el asco, es una reacción que encontramos en las personas desde muy temprano y cualquier observación en el seno de una familia puede dar cuenta de ello. Se trata simplemente del encuentro con un objeto que en principio se presenta como extraño a lo ya conocido. Sin intentar hacer un análisis exhaustivo de lo observado, simplemente me gustaría destacar que si bien algunos bebés no llegan a “agarrar” la teta, los que lo consiguen, constituyen este primer objeto (la leche materna) como lo conocido. Por supuesto que hay ciertos sabores, que al tener un impacto sobre las papilas gustativas, dan la impresión de que algo les ha generado una sensación diferente. Vale observar a un bebé chupando un limón, para poder ver los cambios en su rostro, imagen que pude visualizar en reiteradas oportunidades, incluso como un juego con el niño o la niña. Habría que poder establecer si esto es ya una sensación de asco, y en principio me inclinaría a pensar que se trata de otra cosa. No está de más recordar, en este punto, que al bebé no suelen darle asco su propio excremento, así como tampoco jugar con la comida y enchastrarse. Quienes hemos trabajado en el campo de la educación inicial, sabemos que uno de los pilares de las actividades tiene que ver con la posibilidad de jugar con los colores, los sabores, los olores, las texturas, etc, lo que daría cuenta, según cierta norma pedagógica, de la posición del niño o la niña respecto del Otro.

 

 

 Imagen de Joan Ponç


Ahora bien, ¿Cuándo entonces comienza esa particular reacción de asco? Es una pregunta que en cada caso cobrará su sentido. Si bien Freud ubicó al asco, al igual que a la vergüenza y al pudor del lado de los diques psíquicos productos de la represión, me interesa dar una vuelta sobre el asunto a partir de la relación que Lacan establece en el seminario “Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis” cuando aborda el “Desmontaje de la Pulsión”.

Allí Lacan, ante una pregunta del auditorio sobre la estructura del borde, dirá que hay que ubicar ciertos “anexos” de la pulsión, cuando su recorrido ha pasado “por la pendiente de la realidad y se presenta como un paquete de carne, surge esa forma de desexualización tan manifiesta en la histeria” y que da como resultado la reacción de asco. Y más adelante plantea que “justamente en la medida que se excluyen zonas erógenas anexas, conexas, otras adquieren su función”.

Así es que la reacción de asco, tan común en nosotros, ante el encuentro con algún objeto en el campo de la mirada, de lo que se huele u oye, así como de lo que tocamos o incluso evocamos, no es como se considera, un rechazo de algo cuyo carácter sexual provocaría tal efecto, sino más bien es lo que vendría a intentar restituir lo sexual, producto de lo que Lacan llama la “desexualización de la pulsión”. El asco así, no sería tanto un producto de la represión, un mantener alejado aquello que se presenta como insoportable, sino una marca de lo sexual, su restauración, en un campo que se constituye por su acto. Si lo que angustia es justamente que falta la falta, es decir, si el objeto del deseo, siempre efímero, desaparece, el asco se constituye como la posibilidad de instituir ahí un deseo, bajo el montaje de la Pulsión, siguiendo a Lacan.

Es por esta vía que el asco se perfila como un elemento fundamental del erotismo por la vía del deseo, en tanto el objeto que se ofrece como pantalla del asco, es una forma de imaginarizar un horizonte allí donde ya no había ninguno. No es un rechazo de la sexualidad entonces lo que daría el trasfondo del asco, sino más bien un intento de reconstituirla, por el engendramiento de una desexualización que habrá que localizar en la relación del sujeto con su causa.

Para finalizar, diré brevemente que aquello con lo que comencé el texto, habla a las claras de que el sujeto buscará emerger, en un contexto donde la lógica del desplazamiento del mundo ha cambiado, por los caminos que sean posibles. Sin dejar de ubicar el delito allí cometido, no es menos importante detenerse a pensar que la sexualidad sigue siendo fundamental para pensar nuestra vida, hasta como una forma de resistencia cuando del Otro, no podemos captar su falta.  

     

Jorge Luis Rivadeneira

viernes, 14 de agosto de 2020

Crónicas del interior

 



En su libro, Ficciones (1941), dice Borges: "Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan, o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted; en otros, yo, no usted; en otros, los dos". 

“Crónicas del interior” (La Docta Ignorancia, 2020) está compuesto por una serie de relatos sensibles, cercanos, plagados de recuerdos y de ficciones, porque los recuerdos son también construcciones ficcionales, puentes entre la vivencia y la palabra, la nostalgia y el deja vu.
Patricio D. Vargas se lanza a una territorialidad fundada en historias mínimas, cotidianas, ancladas en la experiencia sensible. 

"Igual, en el fondo de mí, se abrió una grieta por la que se asomó una impronta que luego tomaría forma en la vida...
Aprendí, sin saber, que la verdad es algo que por lo menos tiene que ser administrado, que no sirve igual en todas las circunstancias, que hay atenuantes y relativismos, que no se puede andar a los cuatro vientos malgastandola como una virtud personal sin tener en cuenta al prójimo..."

Cada crónica nos adentra a un interior vívido, cercano, que aproxima lo dramático a la comedia. Los juegos en la vereda, el sustraerse de la mirada de la abuela, las malas lenguas, las miradas incisivas detrás de la ventana, la vuelta por la plaza.
Cada relato está escrito es sepia, es muy fácil para el lector zambullirse en esas páginas, del color de las fotos polaroid, entre rojizas y amarillentas.
Por momentos, creemos confundirnos – fundirnos con – esas vivencias. 
“Crónicas del interior” es una invitación a la experiencia. Cada escena se hace rápidamente visible, palpable, se siente aquél olor peculiar a enciclopedia de tapa dura – siempre presente en las bibliotecas de nuestra infancia - a tierra mojada, a patinadas en el barro.
El autor nomina, inventa, aforiza con justeza nociones muy nítidas.

Lo cito: 

"La cuadra denomina una distancia y una cercanía afectiva. Los de la cuadra es la síntesis de ambas. Las cuadras siguientes a ambos lados, también seguían siendo “la cuadra”. Y se ampliaba el trayecto amistoso a “los de la vuelta”. Esa era toda una geografía sentimental amistosa…" 

Metáforas virtuosas que iluminan lo sencillo, los múltiples mundos de la infancia. 
El autor nos regala un pedazo de su vida. 
"Los pasadizos secretos eran la salida al desierto que la siesta del pueblo imponía, por más que la ambigüedad entre libertad y peligro fuese inevitable en ese desliz silencioso a lugares muy particulares… podía pasar mucho tiempo en ese lugar, escondido en las alturas, bien adentro mío… En apariencia subía, escurridizo y me ausentaba a la nada".

En suma, como lo dice Borges, no existimos en la mayoría de esos tiempos… pero nuestra memoria habita en todos ellos. 


María Paula Giordanengo

miércoles, 12 de agosto de 2020

Otra historia de amor



 “Otra historia de amor” es el título de la recién editada novela, por Azul Francia, de Juan Terranova. Tal vez, una novela que no podría haberse llamado de otra forma: Es una historia de amor, una que no necesita el artificio del obstáculo externo, ni la grandilocuencia de la tragedia. 

La historia nos ubica en una Buenos Aires alternativa, en una sociedad compuesta por humanos y robots, con una convivencia medianamente integrada. Se trata de un hombre, Terra, que conoce a una androide, María, con la que comienza una relación.

Que el personaje femenino no sea una mujer humana ameniza la lectura y permite que podamos acompañar las fantasías de Terra sin tanta defensa. O, para decirlo de otro modo, se nos abre paso a los aspectos más horribles del amor: las fantasías de posesión y aniquilación. 

El conflicto de esta novela no es más (ni menos) que la angustia propia de un determinado modo de amar. Uno que obliga al personaje masculino a enfrentarse con una nada, con un vacío, con lo inasible del otro. “Pero en esa siesta también sentí que ella se me escapaba. Nunca iba a poder tomarla y retenerla. Qué cursi, pensé. La idea era estúpida. Pero ahí estaba. La idea estaba en esa cama, entre ella y yo, como una piedra”.

Que ella no sepa amar, o que no ame como aman los humanos, no es el problema. ¿Acaso no nos sucede siempre que el amor del otro es incógnita? El conflicto de él es él mismo. Los celos, la insatisfacción, y una voz que le anticipa siempre un final que no llega: “Empecé a notar que nos quedábamos mucho adentro. Era el gesto de las parejas que se van consolidando. Y de las que se aburren, pensé”. Pero él no está aburrido, ella tampoco, y, sin embargo, esa idea del aburrimiento le viene como un presagio, como signo de finitud. 

No vamos a encontrar aquí una idea optimista, y mucho menos saludable, del amor. Es un amor condenatorio, insoportable, que humilla a quien lo experimenta. “Otra historia de amor” es una novela que nos invita a dejar de lado ciertas censuras y la, tan vigente, moral de los vínculos desinfectados. Y, en ese sentido, funciona como válvula de escape, nos abre un espacio ficticio que nos permite encontrarnos, sin tapujos, con los propios modos de amar y desear. 

Por Maite Pil

 


domingo, 9 de agosto de 2020

Mi analista no me habla

1

Las coordenadas de inicio de un tratamiento psicoanalítico tienen características bien puntuales: pueden padecer la máxima dispersión posible respecto de cierta norma o forma pre-concebida, pero a su vez, ciertas cuestiones reconducen a todas a no ser más que una. 

Esto es, cierta fórmula parece insistir cuando pensamos en los movimientos que deben acontecer para que la pulsión, el inconsciente y la repetición hagan yunta, o mejor dicho, cabalguen sobre la transferencia.


2.

Uno de los primeros efectos de un análisis,  pequeño pero importante por fuera de que el encuentro posibilite que alguien hable de lo que le sucede, es que pueda hablar de aquello de determinada manera. 

Digámoslo de entrada: de una manera no explicativa-formal.

Es muy notable cuando eso ocurre, cuando ese que está ahí se sale del "cuidado" de las formas. A veces ocurre pronto, otras veces transcurre mucho tiempo para que en un tratamiento se deje de pedir permiso para decir, para putear, para hablar de otros, para  "hablar mal" de alguien o para dejar de aguantarse las ganas de llorar por evitar ser visto como vulnerable. 

A veces pasa mucho tiempo hasta que un paciente consigue no guardarse el enojo que le provocó una interpretación, o al revés, hasta que consigue abandonar el enojo como modo de encubrimiento y puede escuchar sin defenderse, soportar los silencios por más que incomoden o incluso dejar de cuidar al analista de sus posibles reacciones, es decir, de los efectos del significante en las palabras. 

Si bien no son estos fenómenos simétricos, ni pertenecen a los mismos registros, ese pasaje a otra intimidad lo producen las interpretaciones que fundan la transferencia y a su vez, transforman ese canal en el barro necesario para las patinadas propias y necesarias de la cura analítica.

3.

En términos estrictos, estamos intentando circunscribir a una lógica psicoanalítica aquello que en términos generales se consideraría como los pasos necesarios para que el paciente tenga confianza con el analista, sosteniendo que no se trata de un proceso que se de automaticamente y que por lo tanto requiere de determinadas maniobras de las que el analista también se sorprenderá, en la medida en que no solo está ahí conduciendo el barco sino también como tripulante, mojándose con las olas de la tormenta al igual que el paciente, aunque con una herramienta experiencial y teórica que le permite leer de qué fenómeno se trata para intentar tratarlo haciéndolo hablar de otro modo.


En este sentido, es importante remarcar que el fenómeno de la asociación libre dentro del dispositivo, que es la transferencia, no funciona de por sí. Para eso el analista está allí, no sólo mediado por un pago para que la transferencia tenga un coto amoroso, sino para intervenir técnicamente sin reducir la maniobra a un escueto "dígame lo que se le ocurre". 

Hablamos de buscar distintas modos para que el paciente salga de las vías de la explicación y entre en un modo de hablar advertido de ese “no saber” que se expresa en su decir.

Para esto mismo es importante romper la pareja asociación libre-pasividad del analista, cuestión que no ha sido gratuita para el psicoanálisis, al punto de configurar aquella sentencia social caricaturesca : el analista "no me habla". 


Se trata entonces, de un lugar de pasaje entre el lugar del Otro que sabe y tiene los significantes del saber a ser un Otro tachado y tomado en el lugar del objeto y desde esa insuficiencia y desde ese no saber también facilitar el avance del tratamiento.

En este punto, podemos recordar aquello que Luciano Lutereau menciona en su libro “El psicoanálisis no es un trabajo”, cuando sostiene que "el análisis es una experiencia parecida al windsurf. Al inicio del tratamiento el analista se esfuerza por alzar la vela, y una vez que el viento empuja, empieza a hacer una fuerza contraria y contrapeso. Por eso no hay buenos analistas, o mejor dicho, no hay analista que no resista al tratamiento. 

El análisis es una experiencia contra el analista, a pesar suyo, y si no hay buenos analistas, si están los peores, aquellos que no piensan sus resistencias a ese análisis". Página 15. 

4.

En este punto podemos recordar una escena de supervisión, en la que el analista en cuestión comenta la siguiente secuencia: la sesión ha finalizado en sus aspectos formales, y dispuesto el paciente a retirarse, el analista le consulta dónde comprar algo que el paciente mencionó durante la sesión. El paciente responde y el analista le dice algo así como que es más difícil conseguir ese objeto (de buena calidad) que los genéricos que lo reemplazan. Se despiden. 

En la sesión siguiente, el paciente comienza diciendo que le pareció muy buena la última intervención, que apuntaba a conseguir un resultado de calidad en la terapia aunque el camino fuese difícil, sin conformarse con soluciones genéricas. 

El analista se sorprende del carácter de interpretación que tuvo su pregunta y lejos de intentar convencer al paciente de que ello había sido una pregunta fuera de sesión (como si ese espacio existiese), continua por esa vía de trabajo sin más. 

Esto nos trae dos cosas muy importantes.  La primera es que confirma uno de los postulados de Freud: una interpretación se confirma por el material que es capaz de traer vía asociativa. Si no cae en un saco roto, sin pena ni gloria. 

Y segundo, esta secuencia ilustra con claridad cómo la resistencia puede quedar del lado del analista y ser el paciente el que reconduce el trabajo a la dimensión significante, ahí donde sí aparece la resistencia del lado del analista es porque este se manifiesta bajo la forma de la demanda. Pide algo, dejando la demanda de su lado, no apareciendo en el lugar del objeto ni del significante sino más bien mostrando que quiere algo. 

Dicho esto, concluimos que si en un principio el analista debe trabajar para romper el cascarón de la formalidad y poder meterse junto al paciente en el barro del amor de transferencia para que irrumpan los significante del inconsciente, no menos importante será que piense sus propias resistencias a ese análisis, allí donde puede, o bien sintomatizar el tratamiento con su propio síntoma, o bien, convertir su clínica en una vía de actuación personal. 

Gerardo Quiess

Patricio Vargas



viernes, 7 de agosto de 2020

La seducción, (relatos mínimos)

 


“Y me alejé de tu seducción y tu dulce voz…”

Mi genio amor

 

¿Qué implica la seducción entre un hombre y una mujer? No me pregunto respecto al seductor como el sujeto del acto, o como posición que encubre un síntoma, sino a aquellas  escenas mínimas, cotidianas, que transcurren entre los hombres y las mujeres en los ámbitos más inesperados.

Quisiera subrayar lo inesperado, lo imprevisto de la seducción, como aquello que irrumpe, que traspasa la escena del mundo, que hasta incluso, podríamos decir que lo detiene. Ese instante en que una mujer le dice a un hombre; - “¿tenés fuego?”, y él lamenta no haber prendido ese primer cigarrillo que le ofreció Charly, su compañero de campamento a los 15 años.

Bien podría ser la pregunta repentina de la hora, en un ascensor acalorado, o esa tarde que en el banco de una plaza, ella lee un libro mientras él intenta descifrar qué leerá con la atención tan fija, sin reparar en nada más.

La seducción condensa como acto, las mismas coordenadas que el deseo. Por un instante, él desea ser el cigarrillo que ella enciende o ese libro que captura la mirada.

Deseo de deseo.

La captura del deseo puede ser tan fuerte que hasta puede concluirse, sin más, que el otro sabe algo de eso que al sujeto le concierne íntimamente.

“Me invitó al departamento y cocinó arroz con manteca. Me pareció la comida más asquerosa que había comido en mi vida, pero su gesto delicado y la torpeza con la que colaba el arroz, creo que me cautivó para siempre”, dijo Elena después de su primera cita.

Instante de ver, (y de ser visto por el otro), y de concluir, pasando por alto el comprender, es decir, sin entender del todo qué ocurrió allí o de qué modo eso nos atrapó por completo.

“El tipo me parece un ridículo. Se viste mal, usa camisetas que parecen las de mi abuelo. ¿Por qué me gusta? Te juro por mi vida que es un misterio”, dijo Silvana después de conocerlo.

El misterio de su vida.

Me pareció algo precioso para pensar en este carácter enigmático de la seducción cuando sucede. Ella esperaba ser seducida por los tragos que él le preparó con esmero, pero resultó seducida por esas camisetas descoloridas, mojadas, colgadas en el baño (que ella revisó detalladamente), y que le recordaban a su abuelo.

La ternura superó la colección de destrezas y ya no pudo dejar de mirarlo.

Agitación intensa, tartamudéz, sofocación, calores, torpezas, vergüenza y culpa. Signos de la seducción afectando el cuerpo.

                Un gesto decidido, sin querer, es recibido cálidamente, es acogido sin saber por qué.

                Otro paciente decía; "hablar por teléfono no es lo mismo. ¿Sabes qué extraño?... la galería del consultorio, esa especie de túnel donde del otro lado estás vos, las plantas del patiecito, el cuadro que miro desde el diván. Así no es vida. Estoy cansado de sobrevivir, siento que ya no existo".

-          ¿Así?

La pregunta del analista lo llevó al recuerdo de aquella noche cuando fue a buscar sus últimas pertenencias a la casa donde vivía con su ex mujer, y la vio con un camisón rosa que le hizo acordar a aquel vestido rosa jaspeado que ella tenía cuando la conoció.

No sabe por qué pero quedó paralizado.

Trató de ocultar las lágrimas. La cocina olía a café recién hecho y ella se aprestaba a leer un libro.

En un instante, pudo verlo todo.

El café, el libro, el camisón, su mirada.

Todo lo simple se hizo presente, pero lejano.

El instante de la seducción tiene la curiosa propiedad de condensar esa chispa de fugacidad eterna - valga el oxímoron - que hará ecos desde algún lugar, atemporal, y que es pasible de retornar inesperadamente.

Esa marca reencontrada que nunca será la misma, pero sí la más propia.

 

María Paula Giordanengo