En 1969 se publica “Boquitas pintadas” del escritor argentino Manuel Puig. Puig toma los restos de la cultura de masas de finales del siglo XIX y principios del XX, principalmente el folletín y la novela sentimental, es decir los restos del consumo masivo de ficción y los pone en tensión con la alta cultura. Estamos en pleno boom latinoamericano con las grandes novelas de grandes narradores, Rayuela de Cortázar, Conversación en La Catedral de Vargas Llosa, y Cien años de soledad de García Márquez, que toman como referencia la gran tradición novelística del siglo XIX y XX, de Balzac y Flaubert a Joyce y Faulkner. Son grandes novelas pero también son objetos grandes, libros pesados, voluminosos, que a lo largo de 500 o 600 páginas aspiran a la totalidad. En contraposición a estas producciones híper fálicas, Puig descoloca a los lectores, la crítica y el mercado, porque no se sabe qué es eso que él produce. Se vale de la tecnología, utiliza grabadores y sale a entrevistar a boxeadores, mujeres de pueblo, sociólogos y guerrilleros, y luego transcribe esas voces. La crítica poco perspicaz llega a decir que no se pueden elevar juicios sobre Manuel Puig porque, básicamente, nadie sabe cómo escribe Manuel Puig.
Puig
al colocar voces y fragmentos de textos “no literarios”, echa por tierra la
idea de “autor” y de “estilo”. Si Flaubert en Madame Bovary narraba desde una lengua literaria altísima la
historia de una mujer sencilla que era consumida por las pasiones que le
despertaban las novelitas rosas con el horizonte de una forma literaria que sea
puro estilo, puro lenguaje; Puig hace el movimiento inverso, Madame Bovary no es una novela que
leería Emma Bovary, yo voy a escribir los libros que ella leería porque yo soy
Madame Bovary, con este movimiento se coloca en la posición que Germán García
llamará “artista, mujer débil”, para Manuel Puig, ser artista era ser una
artista. Según Daniel Link, Puig trabaja casi siempre en el “casi” y de allí su
efecto exasperante: lo “casi” es inaprensible científicamente. Ni parodia, ni
mimesis de lenguaje, ni apocalíptica ni integrada, ni masculina ni femenina, ni
abiertamente sofisticada ni totalmente banal, la voz en las novelas de Puig es
la voz de “casi” todas esas formas. En tal sentido podríamos pensar que se
trata de uno de los precursores de lo queer,
término que si bien no tiene una traducción precisa puede ser pensado como
aquello que no puede ser localizado en una clasificación previa, aquello que no
puede ser explicado desde una lógica binaria sino desde la singularidad de cada
caso. Puig lleva el arte pop a la literatura, que de todas las disciplinas
artísticas es la que en más tensión está con la época y la tecnología actual,
ya que la lectura es una tecnología muy primitiva. Sobre esta cuestión
reflexiona Beatriz Sarlo, en su conferencia “¿Está de moda el arte?”, dice que la explicación a partir de la
cultura de la imagen puede servir si decimos que es de “otra imagen”, dado que
antes del siglo XIX los entretenimientos populares no se basaban en la letra.
La letra empieza a tener hegemonía cultural en el curso del siglo XIX donde el
destino de algunos diarios, tanto de Europa como de América, se jugó en sus
folletines. Pero por qué tenemos la impresión de que la eclosión de la imagen
es una novedad. Más allá de lo que se ve en los dispositivos lo que entusiasma
es el hecho tecnológico de estar viendo. La gráfica de los memes no es
novedosa, va desde el comic hasta Disney, lo que entusiasma es la potencia de
poder intervenir con imágenes, no es la novedad de la imagen sino la
posibilidad de la intervención tecnológica. El impacto que tiene internet sobre
nosotros es la instantaneidad, se dice que el público es muy rápido pero es la
tecnología lo que lo vuelve rápido. La tecnología de internet nos impone una
cierta velocidad. Nos entusiasmamos con aquello que da la imagen de nuestro
presente, lo que Benjamin llamaba el “aquí y ahora de nuestro tiempo presente”.
El pop es un arte no conservable, un arte instantáneo, el arte que mejor
describe nuestra época.
Pero
también Puig hace otro movimiento que nos interesa particularmente y es que
incluye al psicoanálisis como un objeto más de consumo de masas. Con mis amigas nos recomendamos psicólogos
como si fueran locales de ropa, me dijo en una primera entrevista una
paciente nativa digital que no necesita leer folletines. Decía Manuel Puig que
el inconsciente se estructura como un folletín. Como sostiene Ricardo Piglia,
Puig veía que en contraposición a la resistencia que produce el psicoanálisis
también genera mucha atracción porque funda algo así como una épica de la
subjetividad, una versión oscura y violenta del pasado personal. Puig
utilizando la estructura de las telenovelas y los grandes folletines de la
cultura de masas captó la dramaticidad implícita en las voces hecha letra de
sus personajes de vidas seculares y triviales.
Puig
tomando los formatos del entretenimiento de masas articula una operación
interesante en el campo de la literatura: el borramiento de la subjetividad en
la enunciación, es decir, el autor alienado a las voces de sus personajes. Una
operación similar llevada a otro plano, digamos, el plano de los dispositivos
de poder, nos colocaría de lleno en lo que llamamos nuestra época. En 1989 se
viene abajo el muro de Berlín, se desintegra la URSS y, en Argentina, asume un
gobierno políticamente perverso, económicamente liberal y estéticamente Pop:
patillas de caudillo riojano, pizza y champagne. Con estos sucesos comienza a
pensarse en la caída de los grandes
cuerpos ideológicos y religiosos, que en psicoanálisis también podemos llamar
los nombres del Padre, el gran Otro deviene inconsistente pero lejos de relajar
la moral y sus imperativos sigue siendo igualmente mortífero. Un Otro sin
metáfora, un Otro de los bordes que sin embargo es uno y múltiple, concreto en
lo abstracto, replegado a la imagen y al yo, un Otro que a través de la imagen
intenta, en vano, evitar la tensión de desmembramiento del cuerpo, un Otro que
exige transparencia, un Otro que exige una selfie en el baño.
Para
ir cerrando voy a hacer referencia a una serie de mi infancia menemista sin
cable, pero que todavía sigo viendo hoy a través de youtube. Por una cuestión
de edad estoy incluido en ese grupo que comprende el %22,4 de la población
mundial y es llamado generación Y o millenial. Así que lo que sigue puede
ser pensado como una aproximación
millenial a la serie El Chavo del 8.
En
el “Chavo del
¿Quién
es el chavo, quién es el padre de Quico, quién es la madre de la Chilindrina?
Parecen misterios resueltos de forma implícita para la intimidad de los
personajes, incluso en un plano meta ficcional podría suponerse que Chespirito
conoce estos misterios, pero Chespirito también es un personaje (el pequeño
Shakespeare, que en la escala pequeña, al igual que el otro, el gran
Shakespeare, domina la tragedia humana), el último eslabón es Roberto Gómez
Bolaños, pero ya sabemos que él no ha dicho mucho, según contó en un libro el
Chavo está basado en un pequeño mendigo que se le acercó a pedirle una torta de
jamón y respondía a ese apodo. Este drama escénico, que simula haber resuelto
estos conflictos implícitamente, se comporta con los espectadores como un paciente
se comporta con el analista. A la vez toda esta cosa irresuelta es lo que
permite que funcione la narración, que los personajes hagan lo que hacen, esa
violencia “inocente” que provoca risa, no es más que la incomodidad de una
trama llena de ausencia, enorme fragilidad, no en el sentido artístico sino en
lo subjetivo, la estabilidad de los personajes pende de un hilo, son todos
outsiders y a la vez interdependientes ya que Chespirito juega con el conflicto
de clases dentro de la pobreza misma de un conventillo, Doña Florinda y Quico
se sostienen en una posición “aristocrática” porque sus vecinos, la chusma, son
más pobres que ellos y no porque realmente su poder adquisitivo sea mayor, la
verdadera clase alta, el señor Barriga, está fuera de la vecindad. El punto es
que la familia disfuncional del siglo XXI ya está diseñada por Chespirito, en
todos los hogares falta alguien y esa ausencia es inapelable. Sino fíjense que
bien que funciona la relación patológica entre doña Florinda y don Ramón, la
brutalidad de la cachetada ¿a quién va dirigida, al pobre Ramón o a el marinero
que la abandonó con un pequeño hijo para ir a morir en altamar? La relación de
doña Florinda con don Ramón es tan importante como la relación que mantiene con
el profesor Jirafales, es más, yo diría que es una sola relación, un trío, ya
que la viuda parece estar en una posición esquizo-paranoica proyectando en el
profesor Jirafales todo lo bueno y en don Ramón todo lo malo. Don Ramón + el
profesor Jirafales=al marinero muerto. Esta ecuación permite que nunca se
resuelva el conflicto y que nunca se elabore el duelo (ni el de Florinda por el
marinero, ni el de Ramón por la madre de la Chilindrina), finalmente, Florinda
y Jirafales nunca concretan, a menos que el cafecito sea una metáfora de otra
cosa, ésta imposibilidad hace que en la vecindad todos queden atrapados
endogámicamente en una especie de “gran familia latinoamericana”.
Para
finalizar quizás deberíamos empezar a pensar en la mirada invisible del
usuario, el gran Ausente que todo lo
posibilita, el usuario que nunca está allí donde consume.
Valentin Julian Monroy
Bibliografía
·
Link,
Daniel (2015): Suturas. Bs. As.:
Eterna Cadencia, 1ª Ed., 2015. Camp (pág.
600-621)
·
Piglia, Ricardo (1990): Las tres vanguardias. Bs. As.: Eterna Cadencia, 1ª Ed., 2016. (pág.
129-167)
·
Piglia,
Ricardo (1999): Formas breves. Bs.
As.: Debolsillo, 1ª Ed., 2014. “Los
sujetos trágicos (literatura y psicoanálisis)” (pág. 55-67)
·
Puig,
Manuel (1968): Boquitas pintadas. Bs.
As.: Booket, 1ª Ed., 2012.
Sitios web consultados
·
Conferencia de Beatriz Sarlo: “¿El arte está de
moda?: https://www.youtube.com/results?search_query=beatriz+sarlo+el+arte+esta+de+moda
·
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