domingo, 8 de diciembre de 2019

La palabra que falta es la que da sentido a todas las palabras




“No sé por qué le quería hasta el extremo de querer morir de su muerte. Nada nuevo podía alcanzar ese amor. Yo había olvidado la muerte”.

Marguerite Duras

“El amante”

En "Función y campo de la palabra y del lenguaje en Psicoanálisis", dice Lacan: "Ya sea por agente de curación, de formación o de sondeo, el Psicoanalisis no tiene sino un médium, la palabra del paciente. La evidencia del hecho no excusa que se la desatienda. Ahora bien, toda palabra llama a una respuesta", y añade: "incluso si no encuentra más que el silencio. Este es el meollo de su función en el análisis".
Hace un tiempo atendí a un niño de 5 años, cuya madre había muerto algunos meses atrás, de un modo trágico.
Desde ese tiempo, no hablaba.
Entraba mirando hacia abajo, jamás me miraba. A veces se sentaba en el piso, tomándose de sus rodillas, en posición fetal. Había bajado de peso, apenas se alimentaba. Pasaron algunos meses y nada de lo que hiciese tenía efecto. 
Su abuela me había contado que había aprendido a leer a los 4 años y que lo que más le gustaba era escribir y dibujar.
Un dolor profundo, real, indecible, lo había capturado, enmudenciendolo.
Frente a ese imposible, la apuesta del deseo del analista era la brújula que se abría paso en la oscuridad. 
Con el correr del tiempo, y supervisiones mediante, me di cuenta que nada de lo que implicase una demanda de que (me) hable, lograría sacarle una palabra. Hasta, creo, que él se anticipaba a cualquier intento que de mi parte, tendiese a surcar su silencio.
Un día yo llegaba tarde al consultorio, él estaba sentado junto a su abuela, en la sala de espera. Al pasar - casi corriendo - delante suyo, me miró desconcertado.
Ese cruce de miradas resultó alentador. Abrí rápido la puerta, en gesto de prisa. Al hacerlo pasar, le dije que - tal como veía - esta vez estaba apurada, ya que necesitaba encontrar una serie de palabras.
Un acerto de certidumbre anticipada esperó al sujeto allí donde él no lo esperaba.
En realidad, él sí esperaba.
La demora había causado cierta inquietud convirtiéndose en una contingencia virtuosa.
Por primera vez, me dirigió una mirada. Lo vi sentarse hacia mí con curiosidad.
En el pizarrón, yo iba escribiendo palabras con sílabas idénticas, una especie de cuadrigrama, pero con letras faltantes. Me paraba, tomaba un diccionario, me sentaba nuevamente, completaba y borraba letras, hablando sola.
En voz alta y en tono de desazón, enuncié; “La palabra que quiero, falta!”, y me senté en un rincón.
Minutos después, lo veo pararse, tomar un fibrón y colocar letras allí donde suponía palabras... las suyas.
Lo traumático había extraído al sujeto del campo de la palabra. Había borrado al otro. El otro ya no existía para él.
La palabra que faltaba había interpuesto una brecha, un muro de lenguaje, entre el sujeto y la falta… que instituye la palabra.
El mutismo aparece allí, como una posición sintomática, una respuesta ante lo real, lo imposible de la muerte.
Que al Otro le falte la palabra fue allí una chance para completarlo, una apuesta a la creencia de que hay aún un Otro que espera su advenimiento como sujeto.
Lo traumático arrasa lo más propio de un sujeto.
Hablar supone una renuncia, nadie entra al lenguaje sin perder algo. La palabra es pura pérdida. Pero en la abstinencia no hay renuncia, la inexistencia del otro no es su pérdida.
La palabra que falta era la suya, y también la que había perdido en lugar de su madre. 
En este punto, el deseo del analista fue una invitación a encontrar allí una palabra que pueda nombrar la ausencia.
Una palabra que dió sentido a todas las palabras, a un decir del que pudo servirse para que el agujero pudiese comenzar a bordearse.
Es necesaria la excepción, esa palabra faltante, en el lugar del sujeto, que funda el orden del significante, para que la trama del discurso se constituya como lazo al otro.


                                María Paula Giordanengo

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