lunes, 15 de julio de 2019

Los extravíos del amor







Las señoritas de Avignon
Pablo Picasso, 1907


“La mujer está entre, entre el centro de la función fálica de la cual participa en el amor y ...la ausencia”.
Seminario “Où pire”, (lección del 8 de marzo de 1972)


Algo que persiste en la clínica de lo femenino es la pregunta por el amor.
Ser amada por un hombre es una de las vías por las que lo femenino encuentra cierto cauce.
Si en algo contribuyó la hipermodernidad es al vaciamiento del lugar del otro, como dimensión  intersubjetiva, es decir, ¿el otro con quien nos emparejamos/espejamos, es realmente otro?
Por su parte, el avance de las nuevas modalidades de encuentro, como las aplicaciones móviles reducen el mismo a una suerte de “delivery” en el que estamos convencidos de que “elegimos” a alguien por ciertas características, como si algo del marketing amoroso pesara a la hora de elegir.
No obstante, allí donde parece estar todo “a la vista”, con una sobreexposición de lo íntimo, nos encontramos con un punto de desconocimiento, que a veces retorna en ese primer encuentro, como extrañeza.
 El Yo es esencialmente otro, la alienación a la imagen de sí mismo a partir de la cual se constituye, no puede hacerse sino velando un desconocimiento radical.
Lacan nos dice que el niño se “anticipa” al propio dominio corporal mediante una identificación a la imagen especular. Lo que devuelve “entero” al Yo es mirarse en un otro al que desconoce como tal, al que se encuentra alienado, al punto de que “Yo y otro” no existen. De entrada, Yo es otro.
Es este primer encantamiento con esa imagen tan propia y tan otra, donde hay una ilusión de plenitud, y de completud que estructura el cuerpo, lo que anuda imaginariamente la dispersión pulsional.
No obstante, el Yo como instancia psíquica siempre conservará ese punto de desconocimiento sobre sí que proviene del otro, y es esta suerte de extrañeza lo que retornará una y otra vez en diferentes momentos en que nos hicimos cierta “idea” del otro, porque en algún punto, la idea siempre es anterior al sujeto y anterior al advenimiento de la palabra.
El punto a destacar es que el otro de la pantalla refracta algo de la propia imagen que desconocemos, cierto espejismo en el cual, hay un retorno de lo idéntico.
Vayamos a un caso. Una joven, asidua usuaria de apps de citas, dice que los hombres con los que suele chatear - y finalmente decepcionarse - son “todos iguales”, frase vastamente pronunciada por ella. Dice que las apps le permiten anticiparse un poco más, como si pudiese establecer cierto cálculo en relación al otro.
En cierto momento, el significante “iguales” se escucha con la impronta de algo idéntico a sí mismo, como una búsqueda circular de una mismidad que encierra y enloquece.
Lo sufriente del desengaño adquiere ahora otro matiz. Recuerda que su madre le ha dicho, desde niña, “sos igual a mí”, sanción difícil de sortear para ella.
La significación se desplaza enlazando ahora un capitón metafórico. “Madre” sustituye a “todos los hombres” y ésto produce la perplejidad necesaria que conmueve una pregunta que insiste.
La búsqueda del ideal abandona al sujeto, lo pierde en el camino.
Lo conmina a un eterno retorno de lo mismo.
La captura fantasmática concierne al sujeto y permite ver a trasluz, como detrás del marco de una ventana, aquello en lo que el tropiezo insiste. Cuando se produce finalmente la cita anhelada, ella encuentra el modo de restarse.
El caer como objeto, para ese otro, le permite ser no-toda de la madre, haciendo consistir lo imposible del amor.
La angustia irrumpe cuando ese objeto enigmático se presentifica, la pantalla fantasmática deja de velarlo y conmueve el anudamiento subjetivo.
Acaso, ¿no es la madre – en tanto Otro primordial - la que está detrás de todo hombre para una mujer cuando el rechazo insiste?, ¿hacer existir el rechazo no es un modo de anudar lo imposible?
La pregunta por las condiciones de un amor que fuese otro, diferente, que en ese punto, devenga excepcional, sostiene su trabajo a partir de allí.
La clínica nos presenta sujetos en quienes la insistencia de la pregunta por “¿Qué es una mujer?”, verifica la falta esencial de un significante que dé cuenta de “lo femenino”, que no cesa de no escribirse.
                Pregunta que la distancia cada vez de una posición que la aloje como mujer, es decir, de la posición femenina, en tanto no-toda.
                El amor aparece entonces, para una mujer, como aquel que viene a consistirla imaginariamente, a velar una falta simbólica.
                La proximidad de las mujeres con la nada redobla ese vacío esencial. Hay un momento, en la vida de una mujer, en que el vacío puede tornarse insoportable, un real indecible con que conecta lo femenino, la paradoja de un silencio que resulta ensordecedor.
                En “Lo que Lacan dijo de las mujeres”, Colette Soler señala: “Una mujer síntoma es primero un cuerpo para gozar por medio del inconciente, pero con el siguiente resultado: que el goce soportado por ese cuerpo Otro, en el fondo para el hombre, no es sino gozar del inconciente”.
Lo enigmático de lo femenino para ambos sexos, convierten a la mujer en un objeto privilegiado, situándola en afinidad con el inconciente.
De una mujer pueden decirse muchas cosas. Habitualmente escuchamos a hombres que se quejan de sus parejas, nombrándolas de diferentes modos que se hacen escuchar siempre en referencia a cierto enigma. ¿Cuántos nombres podría evocar una mujer para un hombre cuando ésta ha logrado entrar en su vida?
Decirle “bruja” a una mujer, ¿no es un modo de reconocerse imbuido en sus conjuros?
Cada forma de mal-decirla comporta una verdad que le concierne.
Hablarle a una mujer y hablar de una mujer es también amarla, no retroceder ante sus semblantes, ante sus extravíos, ante lo desconocido.
Es ante la falta de un significante que nombre a  La Mujer que cada sujeto dará su respuesta sintomática, punto nodal desde el que se organizarán los avatares de su existencia.
El amor, para una mujer, tiene una función de atribución, le otorga un nombre a su Ser.
Por amor se puede estar sujeta a extravíos, a amores locos, a un sufrimiento extremo, del que no es posible sustraerse. Se ama a cualquier precio porque el precio por no ser amada puede sucumbirla a lo peor.
                Porque ¿qué es el amor sino ese paliativo ilusorio frente a la falta de un significante que la nombre, que la diga mujer, anudamiento real y simbólico?
Freud construye sus elaboraciones sobre la sexualidad femenina en torno de aquél punto insoslayable en su escucha de las pacientes histéricas.
Intenta bordearlo, precisarlo, cernirlo, y le da tres destinos posibles, advirtiendo que la pregunta “¿Qué quiere una mujer?” quedará incierta hasta que ulteriores investigaciones puedan echar luz sobre aquél oscuro deseo que concierne a la mujer.
                Lacan da un paso más al ir más allá de la consideración del falo como punto nodal desde donde la sexualidad femenina encontraría algún destino, intentando abordar ya no el deseo, sino el goce.
“Lo femenino” es aquél extranjero radical del Inconciente, que desde el exilio insiste en ser reconocido. En este sentido, La mujer no existe pero insiste.
               

María Paula Giordanengo
                                                                                                                                 Julio de 2019

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