Hay dos problemáticas que se articulan de alguna manera a la
alimentación y que han llevado a distintos saberes a dar una respuesta para
localizar lo que allí se presenta como disruptivo en el cuerpo, esto es, el par
bulimia-anorexia por un lado; obesidad, por el otro. Ya sea de un exceso, es
decir, en un más o, en un menos, estos síntomas contemporáneos implican
articulaciones a saberes que intentan dar una respuesta, desde el Psicoanálisis
y desde la Medicina, llegando incluso en el caso de la obesidad a operaciones
donde es necesario colocar algún instrumento para que el avance del síntoma
pueda frenarse. Ahora bien, comer, para el humano, es por sí un síntoma, en
cualquiera de sus formas. Toda relación a la comida lleva las marcas de lo
sintomático, aunque consideremos el hecho de alimentarnos como una de las pocas
normalidades que nos quedan. Por supuesto que al estar ligada al hambre como
una necesidad, al estar ésta perdida para el ser que habla, comer no puede ser
más que uno de los imposibles a los que se confronta el sujeto.
No dice otra cosa Lacan cuando, en “Lo real, lo simbólico y lo
imaginario” plantea que “Nunca un síntoma mitigó el hambre o la sed de manera
duradera, excepto por la absorción de alimentos que los satisfacen. Sin duda
una disminución general del nivel de vitalidad puede funcionar como respuesta
en los casos límite, como veremos por ejemplo en la hibernación natural o
artificial, pero esto solo es concebible como una fase que no podría durar,
salvo entrañando daños irreversibles”.
Lo que se pone en juego en esta apertura que Lacan realiza, es que
todo comer lleva las marcas de lo sintomático, y que articulada a su forma
original, la podemos hallar ligada incluso en la historia de Eva y Adán. Tan
advertidos estaban de que debían comer de todos los árboles menos de uno, que
una simple serpiente, hablante por demás, delimitó un viaje sin retorno cuya
ruta es el pecado, y con este la culpa. No por nada Kierkegaard, en “El
concepto de la angustia”, partirá del pecado para establecer el vínculo del ser
con la falta, entendida no solo como alimento lógico, sino además como
irreparablemente subjetivo.
Una delicia encontrada en la lectura de Oddone Longo “El universo de
los griegos”, nos muestra que para que Fedra mantuviera la dignidad en su vida,
debió atravesar dos momentos primordiales: El ayuno y el suicidio. Rescatando
del “Hipólito” de Eurípides, la relación al silencio que se establece entre los
personajes: Fedra, Hipólito, Teseo y la Nodriza. Pero un silencio que lleva
también la marca del síntoma que se desliza en los actos de cada uno. Dice
Longo: “Al ayuno de Fedra, que es una elección de muerte, se contrapone el
hambre y el placer de comer hasta saciarse de Hipólito, que es una opción
ingenua e inmediata de vida”.
Para finalizar este breve boceto, no estaría mal recordar a Capusotto,
quien monta una escena llamada “comida sana”, para deleitarnos con su ironía al
mostrar que, cuando intentamos sostenernos de un ideal, seguro lo peor advendrá
como consecuencia lógica, al grito de ¡Sangre! ¡Sangre!
Jorge Luis Rivadeneira
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