viernes, 14 de junio de 2019

La voz del analista



Recuerdo cuando escuché la voz de mi analista por primera vez. Era una voz particular que enseguida implicó algo en mí. Una mezcla de alivio, calma.
Un tono apacible rápidamente indicaba que habría un tiempo, que se abría una brecha, una pausa, y que era preciso esperar.
Cuando uno convoca a un analista es porque hay algo de la angustia que se hace urgencia, que no espera, que se hace carne en cierto padecimiento.
Luego se suscita ese encuentro con aquella voz, ese encuentro imprevisto. ¡Sí! Porque uno no sabe lo que espera de ese acontecimiento. Es posible que sepa lo que busca pero lo que encuentra allí es puramente contingente.
Enseguida comprendí que esa voz tendría resonancias en mí, introduciría las pausas que eran precisas para encontrar un alivio.
Lacan le dio a la voz el estatuto de un objeto, al que se anuda una pulsión invocante.
Hoy puedo leer este enunciado con otras connotaciones, más cercanas a esa experiencia de análisis que me atravesó. Quisiera justamente puntualizar que lo que invoca es la voz como presencia del analista, que causa el deseo de decir, es esa invitación no a hablar, sino a escucharse. Una voz que interpela.
Lo dicho tiene ahora cierta inscripción en una voz(s), en un “tú”. Eso hace que la voz propia también adquiera matices en un análisis, en tanto la sonoridad tiene la particularidad de tocar el cuerpo. Es así que, en ocasiones, puede envolver, quebrarse, irrumpir, interrumpir, adquirir los colores de lo dicho. Apesadumbrar, interpelar, resonar, aquietar.
También puede faltar. Podríamos decir, la voz, como objeto pulsional, es lo que adviene a ese lugar de falta para que la palabra se escuche. Hay voces que acallar para poder hablar, hay otras que nos permitirán seguir hablando.
La voz también puede enloquecer, es el caso de las Psicosis, donde la voz se hace escuchar de un modo inquietante, intrusivo. La voz áfona, en las Neurosis, se hará allí audible, tomará cuerpo en un real que retorna.
La voz, por tanto, es esa especie de vasija vacía, que se presta a ser llenada cada vez, cuando en el sujeto hay una cierta búsqueda. Buscamos entre nuestros recuerdos las voces de nuestros seres queridos que ya no están, para llenar esa ausencia. Es eso del otro que tememos perder, lo que verdaderamente angustia perder.
El recuerdo de una voz amada es quizás lo último que nos liga a ese otro que ya no está.
Perder la voz es encontrarse con ese vacío que ahora se hace escuchar, porque la voz, a diferencia de los otros objetos, no tiene cuerpo, se sustenta en el cuerpo pero su esencia es propiamente un vacío que se constituye en causa de deseo y causa de decir.
Es la voz de la que el analista puede servirse para causar el deseo del analizante. Entramos aquí en los usos de la voz en transferencia. Sería simplista creer que ser tomados por la voz, con su encantamiento, nos impida escuchar, sino todo lo contrario, es por esa voz que resuena de un modo particular, que un otro puede constituirse como interlocutor, cuya vacuidad será propicia para causar el discurso.
Si algo me enseñó mi análisis es a trocar goce por saber, a perder cada vez, aquellos axiomas que regían mi vida, a descomponerlos en pequeños retazos, a volver a unirlos de diferentes maneras en cada encuentro.
Un encuentro fortuito, contingente, un nombre que resuena, alguien de quien recibir la escucha. Acto de recibir en tanto las palabras cobran otro tono en aquél lugar, son ellas las que reciben una nueva oportunidad de ser dichas y reencontradas.
"Lo dicho primero decreta, legisla, aforiza, es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad", dice Lacan en sus Escritos.
Si algo se experimenta allí, es a hacer de esas marcas nuevas marcas que hagan de la vida un lugar para vivir. El análisis hace lugar al sujeto.

María Paula Giordanengo
Junio de 2019













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