Recuerdo cuando escuché la
voz de mi analista por primera vez. Era una voz particular que enseguida
implicó algo en mí. Una mezcla de alivio, calma.
Un tono apacible
rápidamente indicaba que habría un tiempo, que se abría una brecha, una pausa,
y que era preciso esperar.
Cuando uno convoca a un
analista es porque hay algo de la angustia que se hace urgencia, que no espera,
que se hace carne en cierto padecimiento.
Luego se suscita ese
encuentro con aquella voz, ese encuentro imprevisto. ¡Sí! Porque uno no sabe lo
que espera de ese acontecimiento. Es posible que sepa lo que busca pero lo que
encuentra allí es puramente contingente.
Enseguida comprendí que
esa voz tendría resonancias en mí, introduciría las pausas que eran precisas
para encontrar un alivio.
Lacan le dio a la voz el
estatuto de un objeto, al que se anuda una pulsión invocante.
Hoy puedo leer este
enunciado con otras connotaciones, más cercanas a esa experiencia de análisis
que me atravesó. Quisiera justamente puntualizar que lo que invoca es la voz
como presencia del analista, que causa el deseo de decir, es esa invitación no
a hablar, sino a escucharse. Una voz que interpela.
Lo dicho tiene ahora
cierta inscripción en una voz(s), en un “tú”. Eso hace que la voz propia también
adquiera matices en un análisis, en tanto la sonoridad tiene la particularidad
de tocar el cuerpo. Es así que, en ocasiones, puede envolver, quebrarse,
irrumpir, interrumpir, adquirir los colores de lo dicho. Apesadumbrar,
interpelar, resonar, aquietar.
También puede faltar.
Podríamos decir, la voz, como objeto pulsional, es lo que adviene a ese lugar
de falta para que la palabra se escuche. Hay voces que acallar para poder
hablar, hay otras que nos permitirán seguir hablando.
La voz también puede
enloquecer, es el caso de las Psicosis, donde la voz se hace escuchar de un
modo inquietante, intrusivo. La voz áfona, en las Neurosis, se hará allí
audible, tomará cuerpo en un real que retorna.
La voz, por tanto, es esa
especie de vasija vacía, que se presta a ser llenada cada vez, cuando en el
sujeto hay una cierta búsqueda. Buscamos entre nuestros recuerdos las voces de nuestros
seres queridos que ya no están, para llenar esa ausencia. Es eso del otro que
tememos perder, lo que verdaderamente angustia perder.
El recuerdo de una voz
amada es quizás lo último que nos liga a ese otro que ya no está.
Perder la voz es
encontrarse con ese vacío que ahora se hace escuchar, porque la voz, a
diferencia de los otros objetos, no tiene cuerpo, se sustenta en el cuerpo pero
su esencia es propiamente un vacío que se constituye en causa de deseo y causa
de decir.
Es la voz de la que el
analista puede servirse para causar el deseo del analizante. Entramos aquí en
los usos de la voz en transferencia. Sería simplista creer que ser tomados por
la voz, con su encantamiento, nos impida escuchar, sino todo lo contrario, es
por esa voz que resuena de un modo particular, que un otro puede constituirse
como interlocutor, cuya vacuidad será propicia para causar el discurso.
Si algo me enseñó mi análisis
es a trocar goce por saber, a perder cada vez, aquellos axiomas que regían mi
vida, a descomponerlos en pequeños retazos, a volver a unirlos de diferentes
maneras en cada encuentro.
Un encuentro fortuito,
contingente, un nombre que resuena, alguien de quien recibir la escucha. Acto
de recibir en tanto las palabras cobran otro tono en aquél lugar, son ellas las
que reciben una nueva oportunidad de ser dichas y reencontradas.
"Lo dicho
primero decreta, legisla, aforiza, es oráculo, confiere al otro real su oscura
autoridad", dice Lacan en sus Escritos.
Si algo se experimenta
allí, es a hacer de esas marcas nuevas marcas que hagan de la vida un lugar
para vivir. El análisis hace lugar al sujeto.
María Paula Giordanengo
Junio de 2019
Junio de 2019
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