lunes, 12 de agosto de 2019

La patologización de la infancia en la hipermodernidad


        



                                “He llegado por fin a lo que quería ser de mayor: un niño”.


Joseph Heller


Es frecuente en quienes trabajamos en la clínica con niños, recibir a padres que llegan a la consulta con un enunciado bastante acabado respecto de lo le ocurre a su hijo, cuando un diagnóstico se ha efectuado precipitadamente, en particular en los casos donde se presentan dificultades que afectan al desarrollo o las pautas madurativas que se esperan vayan siendo acordes a la edad de éste.


Habitualmente, llegan a la consulta, después de un largo recorrido, las más de las veces abatidos frente a un significante que los conmueve. El diagnóstico se impone así, como una “certeza”, de la que nada se atreven a decir.


Algunas veces hasta llegan a hablar de su hijo como “este tipo de chicos” donde lejos de poder ligarlo a una cadena familiar, allí donde se constituye la operación de filiación, lo aproxima más bien, a un grupo o clase anónima, dejando por fuera su subjetividad.


Esto supone varios enfoques que responden a un paradigma cientificista, por el cual se sostiene la promesa de que todo debe ser categorizado. Cuantas más categorías más “garantías” de que nada escape al control, que la ciencia puede erigirse en el Amo que todo lo ve, al estilo del panóptico foucaultiano. Así, las herramientas y manuales de diagnóstico operan en el sentido de cualquier maquinaria de control social.


Es en esta pretensión de universalidad a la que aspira el discurso de la ciencia, en la que se asienta el furor clasificatorio, cuya única respuesta posible es la angustia en tanto señal de un real potente e irreductible que resiste a ser bordeado con palabras.


La contracara de esta ligereza con que frecuentemente se arriba a un diagnóstico cuando un niño presenta cierto “malestar”, es la prescripción de psicofármacos a escalas alarmantes.

El malestar debe ser disminuido a cero, desconociendo las coordenadas precisas que marcan la historia de ese sujeto, las condiciones de su llegada, su lugar en el deseo de sus padres, los avatares de la historia de cada padre que se harán eco en la manera en que ese niño es acogido en el seno familiar.


El lenguaje, nos dice Lacan, no es algo que se nos haya dado sin traspasarnos al mismo tiempo… “Una realidad temblorosa y vacilante hecha del deseo de nuestros padres…”. El lenguaje preexiste, afecta al sujeto, lo instituye como tal.


Desde el Psicoanálisis sostenemos una escucha de la singularidad. Esto quiere decir acoger a esos papás que consultan en una práctica de discurso en la que ellos son portadores de un saber sobre su hijo que, a medida que podamos desplegarlo, dará las claves de aquél sufrimiento, ya sea el suyo propio, o el del niño.


Es sabido que en torno a un niño circulan diversos discursos, el discurso parental, escolar, social, médico, que se entraman en una compleja trama. Será la lectura del detalle de la particularidad que ese niño presenta, lo que nos permitirá sentar los mojones que orienten la dirección de la cura, sin dejar por fuera la propia palabra del niño, aun cuando no hable.


La posibilidad de que un niño logre apropiarse de determinados saberes no responde sólo a condiciones madurativas, sino que estará atravesada por los tiempos de su constitución subjetiva.


Aun cuando lo que aparezca en primer plano son los trastornos de orden neurológico es responsabilidad de aquél que trabaje con niños que allí donde parece estar “todo dicho”, pueda advenir un sujeto, ser agente de la palabra, la suya, y hacer con ese real que porta una invención a nombre propio.


Los profesionales que atiendan estas consultas, sobre todo las iniciales, donde el desconcierto, la desazón y la angustia en los padres puede ser desbordante, deberán tener en cuenta que la suposición de saber que quienes consultan le atribuyen, convierte cada palabra de aquél primer encuentro, de aquellas primeras consultas, en una suerte de “piedras” que se irán colocando unas sobre otras.


Si el muro llega a ser tan alto, tanto que los sobrepasa, difícilmente puedan volver a ver a su hijo, o escucharlo, ficcionar sobre qué quiere, qué le pasa, qué cosas le gustan y cuáles le desagradan, cómo significar sus estados de tristeza, sus berrinches, su deseo.


Las clasificaciones varían de acuerdo al discurso de la época. Se habla de niños estresados, hiperactivos y hasta de depresión infantil en aquellos casos en que el niño manifiesta el mínimo displacer o desgano frente a la agotadoras rutinas impuestas por los adultos. Cada vez más ofertas para que el tiempo del niño sea pulverizado.


Es responsabilidad de cada uno de nosotros como colectivo social oponernos a la patologización de la infancia.


En este sentido, el efecto devastador del que hablamos tendrá que ver con el modo en que estas piedras amurallan al niño y signan de allí en más su porvenir adulto.





María Paula Giordanengo


Agosto 2019


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