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Nos proponemos abordar, en el presente artículo, desde el psicoanálisis, algo que escuchamos en la consulta actual y que podríamos definir así: el conflicto psíquico que provoca la ternura en los lazos eróticos contemporáneos. En la época de Freud la represión sexual le permitió explicar la teoría de la neurosis. Sin embargo, hoy constatamos que los esfuerzos por su liberación no eximen a los sujetos de tener que arreglárselas con lo que - a fuerza de inconveniente o excesivo - queda por fuera del vínculo.
Para interrogar la ternura tomamos el texto Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa, que tiene casi 120 años: ¿una reflexión sobre la vida amorosa, allá lejos, puede todavía decir algo de lo que escuchamos hoy en el consultorio? ¿Podemos seguir trabajando con conceptos construidos sobre coordenadas subjetivas tan diferentes? ¿Textos como esos, soportan la interrogación clínica contemporánea? Pensamos que sí. Y no solo por los conceptos que nos pueden orientar, sino porque también trasmiten un modo de trabajar en el esfuerzo vital del autor para que la novedad, o la ratificación, formen parte explícita de la escritura conceptual de la experiencia.
Freud, en ese trabajo, establece cómo una disfunción sexual en el hombre puede ser tratada como un síntoma neurótico. En la inhibición de la potencia viril escucha “una voluntad contraria”, un “impedimento interior”, que define como “impotencia psíquica”. Lo transforma, dentro del esquema teórico del condicionamiento inconsciente de lo manifiesto, en un síntoma analítico. Algo que, en términos lacanianos, presenta un goce, es decir un displacer de la “cosa” opaca incestuosa, y una veta para el desciframiento significante. Como agudo observador, puso en relación este problema clínico con el modelo del funcionamiento de los hombres dentro de la vida amorosa de la época: el matrimonio burgués.
El Psicoanálisis se funda sobre la constatación clínica de que hay algo en la constitución de la pulsión sexual misma que resulta desfavorable al logro de la satisfacción plena.
Por apuntalamiento en la ternura de los actos de cuidado - el lazo tierno con las personas de la crianza - emergen componentes eróticos que pulsan por un plus de satisfacción y provocan una división subjetiva en su empuje. La prohibición del incesto y la consecuente elección de objeto en dos tiempos, es lo que posibilita concluir que - en tanto humanos - la satisfacción pulsional plena nos fue prohibida, extraída, y por tanto, que el objeto definitivo de la pulsión ya no es el originario, sino solo un subrogado de este. Decir que la prohibición es un hecho cultural es también decir que no es sino un acto que instituye el lenguaje, como operador que extrae goce. Es al hablar que constatamos la diferencia entre lo enunciado y la intención al decir, donde anida la imposibilidad de decirlo todo, porque no hay palabra que diga lo que esa huella mítica originaria del hambre, ha horadado al sujeto sembrando en él el deseo, en un rodeo incesante e inacabado.
Cada vez que el objeto originario de una moción de deseo se ha perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie interminable de objetos sustitutivos de los cuales ninguno satisface plenamente. También la imposibilidad de la pulsión para procurar una satisfacción plena, embestida constantemente por los reclamos de la cultura, deviene la fuente de los más grandiosos logros culturales, a través de la sublimación.
Es entonces en la necesidad biológica que la pulsión tiene su anclaje. Sobre la satisfacción de la necesidad se organiza el punto de fuga a partir del cual el objeto quedará perdido y sustituido, en un descentramiento constante. Pero la pulsión, se muestra intransigente en su meta: la satisfacción, que en un principio es auto conservación.
¿Qué ocurre cuando entra en plano el amor?
Si algo define el amor es el engaño, su carácter de mascarada. Amar resulta a veces todo lo contrario a la conservación de sí. Si algo se intenta retener, a veces locamente, es el objeto de amor. El amor produce el trastrocamiento de la huella del hambre. A veces, en el amor, devoramos al otro o somos devorados por él.
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En el texto mencionado, Freud también trabaja el modelo de las dos corrientes: la tierna y la sensual; y en el conflicto entre ambas ubica la impotencia psíquica. En este caso el asunto se vuelve inteligible porque el objeto sexual despierta mociones tiernas, que retrotraen al sujeto a una satisfacción incestuosa apuntalada en ellas. Por lo tanto, una manera de eludir dicha escena, es el síntoma de la impotencia; una solución por la vía de la neurosis.
Freud nos dice allí que la corriente sensual busca objetos que no recuerden a los incestuosos. Si de “cierta persona dimana una impresión que pudiera llevar a una elevada estima psíquica” no desemboca en una excitación sensual sino en una ternura ineficaz en lo erótico. Así, cuando aman no anhelan y cuando anhelan no aman.
En ese punto, suma otros conceptos esenciales; la sobrevaloración del objeto y la degradación del mismo para salir de la impotencia. Un objeto degradado salva del purismo de la idealización. Luego agrega otros detalles importantes: el “respeto por la mujer maternal” de la institución matrimonial del siglo pasado los priva a ambos de la satisfacción dentro del mismo. Cada uno de maneras diferentes. No se trata de confundir ese concepto de degradación con el maltrato y la violencia, sino lo entendemos como la ruptura de la idealización que clausura lo femenino en lo maternal y reduce lo maternal a lo incestuoso.
Y el otro punto central de la elaboración teórica del lazo tierno es lo que Freud llama acometida en dos tiempos. La pubertad y la puesta en marcha de la sensualidad provocan el choque con la inscripción de la ley simbólica como prohibición. Freud nos dice que ahí hay un detalle esencial. El pasaje necesario al campo de la exogamia implica siempre un problema: los objetos van a atraer la ternura adosada a los lazos de cuidado primarios. Es la ternura la que pone en conflicto el pasaje a la sensualidad. De ahí que algunos busquen objetos a los que no necesiten amar. Sensibilidad del complejo y retorno de lo reprimido.
Se protegen en la degradación psíquica de ese objeto. Ahora bien, Freud va mucho más allá, como dijimos en el punto uno, y enfatiza que la impotencia psíquica caracteriza la vida amorosa del hombre, en un sentido amplio. Esto justamente por la correspondencia y el choque de la corriente sensual y la tierna. Hay que conservar la ternura, pero desinhibida en un grado suficiente que habilite a la sensualidad. Sin embargo, acechan las marcas del erotismo de la ternura que van a generar un quehacer sexual caprichoso y perturbado con facilidad.
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Es muy notable escuchar en pacientes un padecimiento que podríamos poner a cuenta de la “impotencia psíquica”, pero que podemos pensarla haciendo una inversión: la impotencia psíquica es para amar. El problema es con lazo tierno, que es el que funda una pareja, el que instituye un nuevo amor, más allá del primer Otro al que llamamos “materno”. No son impotentes para el acto sexual, sino para el amor.
¿Se tratará acaso, de un rechazo de la ternura?
¿Podemos retomar algunos de los conceptos de Freud para pensar la impotencia amorosa?
Aquí cabe detenernos para desplegar un poco estas preguntas.
La acometida en dos tiempos de la elección de objeto, la barrera del incesto, el objeto siempre subrogado del objeto originario perdido, los componentes de la pulsión indestructibles que condicionan una inevitable renuncia y un padecimiento, ¿dicen algo para ese fenómeno?
¿Qué ocurre cuando en un lazo se puja por la eximición de la ternura, su radical y descarnada exclusión?
¿Es posible liberarnos del peso de esa huella que sació el hambre, que fue un plus irreductible en la satisfacción de todas las necesidades y sobrevivió a lo implacable de toda vivencia de desamparo ulterior?
Freud más adelante reconvierte su esquema pulsional y nos habla de las pulsiones de vida, como aquellas tendientes a integrar, a reunir, a ligar, en oposición a la pulsión de muerte. Lo más propio de la pulsión es su empuje, el eterno retorno a un estado anterior.
Esto nos permite pensar y rodear clínica y conceptualmente los vínculos que intentamos interrogar aquí, aquellos en los que la represión de la ternura expone al más absoluto desamparo, aquel del que justamente creemos protegernos.
Así, el conflicto neurótico se constituye de otra manera.
¿Cómo sería este conflicto entre la ternura y la represión?
Dijimos que la intimidad requiere de la ternura, que es la vía para fundar una relación. Hoy día, para muchas mujeres y varones, parece más simple el encuentro entre los cuerpos: estar ahí no se les vuelve un problema. Pero cuando aparece lo tierno, los afectos, la necesidad de otra reciprocidad, se sienten expuestos de un modo insoportable. Con la consecuente sobreestimación de la vía de las relaciones sexuales.
¿Cuánta defensa implica también la ternura que deja a ciertas personas al borde de la inhibición? ¿Es la inhibición frente al retorno de la ternura? ¿Se degrada el amor como vía de acceso al objeto?
Sin la intimidad que habilita la ternura no hay falta en el Otro, hay certeza de otro que está ahí disponible para el encuentro, que comienza y culmina en un acto siempre idéntico, en una constante repetición que no inscribe nada o no cesa de no escribirse.
Las aplicaciones de citas rápidas para el sexo, tienen escasas opciones, pero ilimitadas posibilidades de certeza. Sólo hace falta tipear la localización geográfica, algunas preferencias acerca del encuentro y… ¡match!
Cuerpos prevenidos de la huella que la ternura inscribe, hambrientos y disponibles para el deseo, pero que rechazan lo que de ese acto retorna como marca. Vínculos que quedan nihilistamente reducidos a la frivolidad del fast food, al deseo edulcorado y prevenido de toda inserción del otro en el propio modo de gozar.
El otro puede constituir entonces, un objeto que entra en serie con una multiplicidad de objetos que no hacen huella.
Siguiendo a Ulloa, reconocemos en la ternura una instancia psíquica fundadora de la condición humana. Describe la inermidad infantil como un estado propio de los primeros tiempos del sujeto humano, tiempo que es el escenario donde actúa, o no, la ternura parental. “La ternura es inicial renuncia al apoderamiento del infantil sujeto”.
Ubica así a la ternura como freno al apoderamiento inherente a la condición humana, como límite.
Plantea dos características de la ternura como función: la empatía, que garantiza el suministro adecuado (calor, alimento, arrullo, palabra) y el miramiento que define como mirar con amoroso interés a quien se reconoce como sujeto ajeno y distinto de uno mismo.
Tomando estas consideraciones que nos trae Ulloa, e intentando esgrimir una reflexión acerca de los vínculos desafectivizados propios de una época que rechaza el amor en tanto falta, nos arriesgamos a decir que aquello que se rechaza simbólicamente encuentra las vías de retornar en acto, en actuaciones entre las que se incluye el control del otro, la posesión, la extrema dependencia de signos de la presencia del otro.
Cuando la ternura es rechazada, la pulsión retorna en acto, mediante de modos ilimitados de poseer al otro, a quien no se reconoce como tal – como dice Ulloa. El miramiento es un reconocimiento de la condición de ajenidad del otro, de su diferencia.
En la clínica es muy frecuente recibir consultas en las que priman esos pequeños desamparos, que parecen triviales, si no escuchamos que ahí opera un rechazo, y lo que quedó por fuera del lazo cobra fuerza como desgarro subjetivo al que el sujeto debe enfrentarse. Donde la ternura queda reprimida, lo que puede retornar en acto son las mociones de apoderamiento, dejando al descubierto que lo que no entra en una mediación simbólica, puede actuarse en lo real.
La ternura será esa envoltura del sujeto, su reparo, el refugio ante la objetalización. Envoltura simbólica, mediada por palabras.
¿Qué hay de los lazos humanos cuando ésta queda por fuera, cuando se la arranca, se la retacea o esconde, o simplemente cuando se la rechaza?
Allí quedamos los humanos solos, desnudos, expuestos a los torbellinos del acto y la impulsión.
La pulsión tiene su límite en el cuerpo propio, se satisface en él enlazando siempre un objeto parcial al que contornea insistentemente. La im-pulsión será ese desborde en acto cuando la palabra queda diluida y es coartada en su potencia simbólica.
Cuando las palabras de amor faltan, ¿cómo decimos el amor?
La ternura rechazada, por su causalidad endogámica, corre el riesgo de deshumanizar los vínculos, exhumar su rasgo subjetivante y sumirnos en el desamparo.
Laura dice que no quiere nada serio con Elena. ¿Para qué enamorarse si eso implica perder?, se pregunta. ¿Acaso no tiene el amor su fecha de vencimiento? La intervención allí fue, no querer nada serio, es algo serio. Quizá eso sea lo serio, lo importante, lo que no podemos dejar de interrogar. Sus vínculos transcurren en relaciones clandestinas. Un rasgo es que suele olvidar los nombres de las mujeres con las que se acuesta. Lo clandestino del sexo se torna necesario.
Lo contingente es ese encuentro que un día ocurre. Ese nombre que logró recordar.
¿Elena? Es la primera vez que te escucho nombrar a una mujer
Perdón, igual no es nada serio.
¿En serio?
Ella es la persona menos seria que conocí en mi vida, me hace reír mucho. Me gustó quedarme un poco más, hasta desayunamos, ya sabés que eso es demasiado para mí.
La ternura se cuela en pequeños actos por los que nos dejamos llevar, no tan lejos, ni tan cerca de lo familiar, quizás en esa frontera en que lo familiar se vuelve ajeno y próximo, éxtimo al sujeto.
Patricio Diego Vargas
María Paula Giordanengo